lunes, 17 de noviembre de 2008

Lo que nos hace daño


Mentiría si no dijera que me embargó una terrible sensación de soledad en cuanto pisé el suelo del exterior de la prisión. Por momentos mi cabeza dio demasiadas vueltas y temí padecer brotes de agorafobia. Unos árboles cercanos parecían alejarse mientras el cielo se hundía vertiginosamente sobre mí y el suelo quedaba a varios metros bajo mis ojos. En semejante estado estuve vagando durante un tiempo que fui incapaz de determinar.

Con un fino pijama de pantalón y mangas largas resultaba imposible disimular el frío que estaba haciendo mella en el interior de mi cuerpo. "¿Adónde pretendo ir?", eran las palabras que reverberaban en mi cerebro. No había nada, absolutamente nada, en la adusta llanura iluminada por la tenue fuerza de la luna; el mundo estaba vacío.

Me senté con las piernas cruzadas en el suelo y ni siquiera había tierra; era como una impoluta y fría placa de metal. Encorvé mi espalda y rodeé con fuerza mi estómago con los brazos, de tal forma que cualquier par de ojos, desde la lejanía, me habría apreciado como una solitaria piedra temblorosa.

El sueño me venció.

Desperté en la misma postura, con los huesos atrofiados. Estirar mi triste figura supuso una dolorosa experiencia. Seguía siendo de noche y reparé en la luna; aún se alzaba en el cielo, exactamente en el mismo lugar que había ocupado desde que escapé de la prisión. Una vaga añoranza hizo que girara sobre mi cuerpo y accidentalmente pisé algo. Aparté el pie y encontré una pastilla, aparentemente como la que ingerí por accidente en la celda días atrás, pero mi pisada la había partido en cientos de pedazos. Mi torpeza me hizo daño. Recogí los pedacitos con sumo cuidado y los guardé en el único bolsillo trasero del pantalón, confiando en recomponerla algún día.

Habiendo perdido la orientación espacial y temporal, y aterido por el frío y la soledad de la llanura, continué la marcha hacia ninguna parte. "Todo está en tu mente", pensé, "sólo has de anhelar algo con la suficiente fuerza como para que aparezca ante ti". Pero ya no tenía la determinación que me empujó a atravesar las rejas, y los más básicos instintos tomaron el mando de mi rumbo: Hambre, sed, cansancio, frío.

Abatido, me tendí sobre el suelo de cara al cielo, perdido, con los brazos extendidos y desafiando la mirada acusadora que la luna dirigía hacia la única persona presente en todo el universo.

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