miércoles, 21 de diciembre de 2011

Tommy querido


El sonido del abrecartas rasgando el sobre cortó el silencio del despacho. Los dos hijos del difunto y sus respectivas madres prestaron atención. Tommy era quizás quien se encontraba más nervioso de los cuatro. Y resentido. Al fin y al cabo, había tenido que llegar a conocer a su verdadero padre en la esquela que le mostró su madre días antes.

—Tommy, querido —le había dicho su madre mientras desayunaban en la mesa de la cocina. A pesar de tener veinticinco años, ella aún se refería a su hijo con ese ridículo diminutivo—, mira esto.

Le extendió el periódico, abierto por el obituario y señalando una de las esquelas. Él la leyó en voz alta:

martes, 20 de diciembre de 2011

Aves de rapiña


El sonido del abrecartas rasgando el sobre cortó el silencio del despacho. Los dos hijos del difunto y sus respectivas madres estiraron el cuello cual si fueran una bandada de buitres al acecho de carroña. Parecía como si aquel sobre contuviera los mismísimos restos del fallecido y los pajarracos estuvieran dispuestos a darse picotazos entre ellos con tal de llevarse el mejor pedazo. El notario parecía disfrutar del momento. Sabía quiénes eran los presentes y quiénes los ausentes, aunque no dijo nada. En su lugar, extrajo el documento y comenzó a contar las hojas con evidente fruición, relamiéndose los finos, casi inexistentes, labios.

martes, 13 de diciembre de 2011

Iteraciones


Cada noche realizaba el mismo trayecto, caminaba por las mismas calles de vuelta a casa. Le resultaba indiferente el clima que hubiera; él recorría, sí o sí, su itinerario fijo. Tenía tan apuradas la frecuencia y amplitud de los pasos que siempre realizaba la misma marca de tiempo. Tomaba las curvas de forma milimétrica, casi como un piloto profesional. Había veces, incluso, que se imaginaba derrapando con las suelas de los zapatos, pero jamás lo hacía, no por vergüenza, sino porque no quería arriesgarse a perder unas valiosas décimas. De hecho, si aparecía algún obstáculo en mitad de su camino — una alcantarilla abierta, un cochecito de bebé, un par de señoras orondas de andares pendulares —, lo esquivaba y aceleraba el paso para recuperar el tiempo perdido. Sabía perfectamente la duración del rojo y el verde de cada semáforo con que se topaba. «Ahora cuento hasta tres y el semáforo se pondrá en verde: Una... Dos... ¡Tres! ¿Ves?». Aquella repetitividad lo tranquilizaba, le transmitía la sensación de que todo funcionaba según las reglas de la lógica y la física. Necesitaba que todo fuera previsible. A veces, cuando esperaba la transición de los colores de los semáforos, se turbaba al pensar que podrían no funcionar según lo calculado. ¿Qué pasaría entonces?

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