La sala no era muy amplia, apenas unas cuantas sillas apelotonadas alrededor de una mesa cubierta de magacines, ocupadas por otros como él, pero el hombre no necesitaba mucho espacio. Aquella era su enésima concertación de entrevista y su cuerpo parecía haber ido menguando conforme desfilaba ante ejecutivos encorbatados que le tendían la mano, la cual seguramente no se habría lavado después de haber ido al cuarto de baño, y le escupían displicentes ya le llamaremos.
—¿Miguel Campoviejo? —dijo el candidato que salía tras atravesar un largo pasillo—. Te toca.
Se levantó cansino al tiempo que sostenía con firmeza su bolso, raído por el uso excesivo, por los eternos viajes del metro al bus, y del bus al metro, en busca de un trabajo, no ya digno, sino, sencillamente, trabajo, que, al fin y al cabo, no lo dignificaría, porque la dignidad hacía tiempo que la había perdido, al igual que todos sus conciudadanos, al menos, los de a pie, los del transporte público y la bicicleta, los de la fiambrera y los macarrones congelados.