domingo, 29 de abril de 2012

La gallina de los huevos de oro


La sala no era muy amplia, apenas unas cuantas sillas apelotonadas alrededor de una mesa cubierta de magacines, ocupadas por otros como él, pero el hombre no necesitaba mucho espacio. Aquella era su enésima concertación de entrevista y su cuerpo parecía haber ido menguando conforme desfilaba ante ejecutivos encorbatados que le tendían la mano, la cual seguramente no se habría lavado después de haber ido al cuarto de baño, y le escupían displicentes ya le llamaremos.

—¿Miguel Campoviejo? —dijo el candidato que salía tras atravesar un largo pasillo—. Te toca.

Se levantó cansino al tiempo que sostenía con firmeza su bolso, raído por el uso excesivo, por los eternos viajes del metro al bus, y del bus al metro, en busca de un trabajo, no ya digno, sino, sencillamente, trabajo, que, al fin y al cabo, no lo dignificaría, porque la dignidad hacía tiempo que la había perdido, al igual que todos sus conciudadanos, al menos, los de a pie, los del transporte público y la bicicleta, los de la fiambrera y los macarrones congelados.

martes, 24 de abril de 2012

La insoportable levedad de los libros


Los libros llenaron las calles de la ciudad. Fue una invasión erudita y silenciosa, su enésimo intento. Albergaban la esperanza de disparar a las mentes vacías para acabar de una vez con la ignorancia del pueblo. La gente volvió a picar en el anzuelo y los compró de forma compulsiva, dándoles el mismo valor que una corbata en el día del padre. Por ello, la voz de muchos de los libros ya estaba condenada a la levedad de una rosa, a amarillear en la soledad de una estantería auxiliar o, a lo peor, servirían como alzas de televisores. Otro año sería.

viernes, 20 de abril de 2012

El valle del dragón


Ni el frío viento del norte quería perderse la celebración. Se escurría por entre las laderas de las montañas gemelas que, imponentes, velaban el valle. Abajo, en la cañada, Dragonville aún se hallaba sumida en un sueño neblinoso. Los primeros rayos de la alborada peinaban el perfil de las montañas. Desde tiempos inmemoriales, un dragón hibernaba dentro de una de ellas, y en la otra lo hacía su tesoro. En todo el reino se decía que las montañas siempre habían estado allí, vigilando el valle, pero que el dragón había existido incluso antes que ellas.

Tampoco el río quería faltar a la cita. Venía desde muy lejos. Trazaba su cauce por el costado de la montaña del tesoro, donde se le unían las aguas de escorrentía, y descendía en torrente acompañado por bancos de truchas. Dejaba atrás las inexploradas cuevas de los duendes; cortaba en dos el bosque de los lobos, donde algunos osos noctámbulos paseaban por su ribera en busca de peces; se convertía en subterráneo bajo la casa encantada, donde se decía que residía el espíritu de una hechicera; bordeaba el cementerio y el prado de las ánimas; continuaba hasta circular por debajo del puente de acceso a la ciudad y, una vez lo sobrepasaba, ni su fuerza ni su caudal parecían los mismos. Aún así, un molino de agua sobresalía de las murallas de la ciudad y aprovechaba el ímpetu que le restaba al río.

miércoles, 18 de abril de 2012

Su Majestad el Chocho


Ya le dieron el alta al Rey. ¡Ya podemos volver a ser monárquicos! Si es que en realidad es buena persona. El hombre, tirando de improvisación —¿acaso alguien duda de su sinceridad?— se ha disculpado ante los medios de comunicación ayudado por dos muletas, como un ciudadano cualquiera. Ha dicho que está deseando recuperar la actividad, tanto, que a buen seguro tomará cartas en la crisis de Repsol. Con su talante y su buena mano para las relaciones internacionales, en un par de días disfrutaremos de barriles de crudo a precio de coste, ocho mil millones de euros a repartir entre los pobres y bolsas de supermercado gratis.

domingo, 15 de abril de 2012

Mis padres tenían razón


Las cosas te entran por el oído izquierdo y te salen por el derecho, me recriminaban de pequeño. Fue el único recuerdo de mis padres que me vino a la memoria cuando el que me encañonaba apretó el gatillo. Cerré los ojos y giré la cabeza como para protegerme. La bala entró por un oído, salió limpia por el otro y alcanzó de lleno al compañero de mi fallido verdugo.


(Enmendado el 17/04/2012)

miércoles, 11 de abril de 2012

Terrores adultos


La crisis caló en la dignidad de los hombres cuando impregnó sus pesadillas, y después las bragas y los calzoncillos, y comenzaron a mearse en la cama. Lavaban y tendían sábanas y pijamas a diario, y la gente paseaba por la calle, y señalaba hacia arriba, y se mofaba, ¡mira, otro meón, y otro, y otro! Pero cada vez se contaban por menos quienes señalaban, pues iba a más la cuantía de los meones. Los bancos ya no regalaban vajillas ni televisores, sino juegos de sábanas inmaculados, al alcance de unos pocos privilegiados que vendían su mísera nómina.

Al principio se sentían abochornados, pero cuando se dieron cuenta de que sus vecinos atravesaban la misma situación, lucieron con orgullo la bandera de la vergüenza, el tinte amarillento de la tela ajada, castigada por la lejía, y vagaron por las calles sin ocuparse de su higiene, hediendo a síndrome de Diógenes, orgullosos de ser unos apestados, parados y meados, indignos e indignados, la clase baja emergente.

martes, 3 de abril de 2012

Historia de la media sandía


La brisa del mar hacía ondear la ropa que llevaba tres días tendida en el balcón y aceptaba la invitación a entrar en el salón que ambos, desde el sofá, recostados, la cabeza de ella apoyada sobre el pecho de él, unidos con el adhesivo con que la primavera dota a los enamorados, le habían enviado a través del infinito eco de la serenidad. Yann Tiersen y su J'y suis jamais allé ejercían de maestro de ceremonias. Había una lámpara de neón multicolor como punto de luz; y una caja de pizza sin contenido en la barra americana; y un ordenador portátil sobre la mesa auxiliar que se preguntaba qué hacía encendido si el capítulo de la serie ya había terminado; y una botella de lambrusco y dos copas bajo la mesa; y varios pares de zapatos esparcidos sobre el parqué; y montones de libros a medio leer repartidos por la casa; y velas y barras de incienso a medio consumir. Ella tenía los ojos cerrados; él buscaba un hueco en el cielo donde posar su luna particular, parece media sandía, había dicho ella, y en efecto lo parecía, brillante, fresca, jugosa. Se trataba de un cielo que, aun siendo el mismo que en el resto de la ciudad, en aquel barrio, y a la altura de aquella casa, claramente se diferenciaba: las estrellas sonreían porque ni la contaminación lumínica ni la nube de polución osaban impedírselo.

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