Hace cuatro meses llegué a una nueva ciudad con una maleta y un puñado de ilusiones. Al comienzo todo sucedió demasiado rápido, en apenas una semana tenía nuevo trabajo y un piso con dos compañeros tranquilos. Excesivamente tranquilos, hasta decir basta, que fue lo que me dije.
Dado que no me conformaba con tener solo un techo bajo el que dormir, decidí volver a jugármela a finales de septiembre y visité únicamente un piso. Aposté por él porque parecía ser justamente aquello que buscaba. No era nuevo, pero estaba cuidado, y el salón era grande y acogedor, dotado de una enorme televisión donde ver películas en compañía y un equipo de música que podría dar banda sonora a interesantes conversaciones a media luz.
En cuanto a lo más importante, los compañeros de piso, tampoco tenían mala pinta.