martes, 19 de mayo de 2009

El hermano


Parecía ser una mañana como otra cualquiera, como otra de tantas que había tenido últimamente. Su celda permanecía escrupulosamente limpia, con los zapatos aireados a los pies del suntuoso armario de cuatro puertas. Gustaba de alinearlos para tenerlos siempre a punto por si era preciso salir corriendo. Uno de esos pares lo había comprado recientemente con la ilusión de peregrinar cada amanecer a la pirámide que, decía, le iban a encomendar construir, pero esa mañana, al contrario que las anteriores, recibió la llamada del Faraón. No contaban con él, sin haber tocado aún ni una piedra, sin haber podido demostrar su valía.

La realidad es esta y no otra. Querer desplegar las alas provoca golpes de tijera por doquier. Terminar nuestra maldita carrera y aspirar a más disuade a los caciques de ofrecernos un jornal digno. Es fácil caer en la desilusión y el hastío, pues lo que estamos viviendo no tiene nada que ver con lo que una vez llegamos a imaginar. Somos los peones de una partida de ajedrez, manejados por jugadores mediocres que nos menosprecian e ignoran nuestra verdadera valía.

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