lunes, 28 de marzo de 2011

Madrugada a destiempo


El domingo veintisiete de marzo de dos mil once, a las dos de la madrugada, una casa del barrio del ensanche de Barcelona bulle de vida. La crepería, antes cocina, es una distribuidora de crêpes creadas por la solícita ejecución de las manos de una joven francesa. Las pantagruélicas tandas saladas ya han concluido, es hora de comenzar con las dulces, rellenas de crema de cacao y nata montada. Mientras tanto, una habitación se ha convertido en una pista de baile donde Thom Yorke pincha hasta el amanecer ritmos electrónicos. En el salón, dos hombres, o jóvenes que juegan a serlo, pues en semejante tesitura nadie lo es, acaban de terminar un tequila 1800 de un trago y han pasado al segundo mientras esperan pacientes el primer gin-tonic que un tercer compañero mezcla con teatral maestría. El salón se encuentra aderezado por una dama de capa caída, venida a menos por una resaca que la martillea desde esa misma mañana y ahora no da más de sí, a no ser ciertos comentarios para dar muestras de seguir en vela. Otro veinteañero, afectado por una embriaguez precoz, busca su propia sublimación y se afana por emular a Rocky Balboa en la barra que cruza el pasillo de pared a pared por encima de las puertas de la crepería y la pista de baile. Otros dos melómanos ensayan una canción en cuarto ajeno, equipados con guitarra acústica y glockenspiel.

jueves, 24 de marzo de 2011

El pan de cada día


Aquel día se moría de ganas de que su madre le pusiera en la palma de la mano el dinero, bajar a la calle e ir a comprar el pertinente pan del almuerzo. Punzadas le hendían el estómago con tan sólo rememorar el momento en que alcanzaría a olfatear el aroma que, desde la esquina, advertía de la presencia de la panadería. Aparecería por la puerta y recibiría el afectuoso saludo de la dependienta, quien siempre le obsequiaba con un delicioso pastel que apenas le duraba dos mordiscos. Durante el corto trecho que debería desandar abrazaría el pan y notaría en su pecho el calor inconfundible de una pieza recién horneada. No podría resistir la tentación de contravenir el discurso de su madre y resquebrajar entre sus dedos el pico de pan que siempre asomaba por el borde de la bolsa; lo separaría del resto de la barra, se lo llevaría a la boca y experimentaría la sensación de una corteza crujiente y una miga tierna mezclándose con su saliva. Ya en casa, aparecería ufano en la cocina y recibiría la reprimenda de su madre, ajena al postre que ya se habría agenciado. Era el crimen perfecto, lograba salvaguardar un pecado mayor anteponiendo otro de menor envergadura.

jueves, 10 de marzo de 2011

Inadvertido


En cuanto recuperó la consciencia fue invadido por una desagradable sensación de cálida humedad entre sus piernas. Se había orinado encima. Estaba tirado en mitad de una calle que no conocía, y la tumultuosa multitud de transeúntes pasaba por su lado con total indiferencia, parecía no reparar en él. Analizó extrañado su vestimenta, un traje de chaqueta completamente impecable, salvo por aquella molesta mancha en la entrepierna y las muchas tallas que le sobraban de largo. Entonces se percató de que él no vestía como lo demás, la gente iba ataviada con túnicas y turbantes. La calle la plagaban puestos ambulantes cuyos toldos agujereados permitían el ascenso de los humos de las cachimbas y los asados de cordero. A su lado encontró un maletín abierto. Hurgó dentro de él y lo único que halló fue una nota:

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