"Por fin te encuentro", dijo, a mi espalda, una voz profunda e hirsuta. Giré y vi mi reflejo en un espejo, sólo que no era tal: La persona que me hablaba era yo mismo, pero con el rostro más pálido, facciones acusadas, el pelo más largo, y la mirada oscura e inquisitoria. Su imagen rezumaba una maldad innata.
"¿Quién eres?", fue la única pregunta absurda que salió de mi boca.
"Considérame a partir de ahora como tu psicólogo", contestó, experimentando su tono de voz una ligera inclinación hacia la sorna. "Estaré siempre vigilándote y apareceré en los momentos más complicados para ofrecerte mi ayuda; gracias a ella saldrás bien reforzado, bien hundido. Mira". Extrajo del bolsillo de su pantalón una pastilla intacta, semejante a las que tanto deseaba tomar desde aquella primera vez en mi celda y no consumía desde hacía días, y la mostró sosteniéndola con sus dedos.