Un sonoro pedo retumbó sobre el alicatado verde de las paredes y entonces se sumió en un profundo relax. Nunca había sido un asiduo de los servicios públicos, empero en cuanto lo concibió como una manera de imputar horas provechosamente vacuas, tuvo que reconocer la utilidad de los mismos y decidió entrar en el mundo de los esfínteres ufanos.
La vergüenza aún lo reprimía, prefería entrar en el servicio cuando no hubiese nadie, ídem para salir del mismo. De este modo, comportándose con discreción, se había convertido en el fantasma del cuarto de baño, una presencia incorpórea e inescrutable para los mondongos inquietos. En realidad, la consecución de la obra no le suponía más de cinco minutos, pero él decidía prolongar el proceso hasta los veinte, a veces treinta. El motivo no era otro que espiar sonidos y conversaciones ajenas para absorber chismes y asuntos más serios mientras registraba todo en su cuaderno de campo camuflado entre las fibras de celulosa de un rollo de papel higiénico. Así, afinando el oído a diario, estaba elaborando un minucioso estudio estadístico acerca de los hábitos de sus compañeros de trabajo.