La idea de tener que despedirme de mis compañeros y emprender un viaje me excitaba. Salí al patio de la cárcel para tomar algo de aire fresco. Hojas de árboles y pétalos de flores eran arrastrados por un fuerte viento. Me encontraba completamente solo. Fui a sentarme al único banco que había. Consulté la hora de mi reloj, pero éste se había parado. Comencé a divagar.
¿Quién nos acompañaría? ¿A quién dejaríamos atrás? En realidad, sólo yo podía responder a tales preguntas. En un camino sin itinerario definido, con principio pero sin final, se antojaba inevitable distanciarse de muchas personas y acercarse a otras.
De pronto me sentí embargado por la ilusión del niño que espera impaciente los regalos de los Reyes Magos. Ya no me encontraba en el patio de la cárcel: ahora estaba subiendo unas escaleras a toda prisa. Una, dos, tres, hasta cuatro plantas. Me paré extenuado cuando llegué al último escalón. Una vez más, había sacado dos pisos de ventaja a mis competidores.