martes, 27 de abril de 2010

El hombre de hojalata


En el trozo de pared bajo la ventana residía una mancha de humedad peculiar. Era de líneas demasiado rectas y emitía un zumbido constante. El otro día, mientras contemplaba por la ventana el tránsito de una enorme masa de humo que iba devorando todo el cielo, me percaté de que el ruido había aumentado hasta hacerse molesto. Como si sirviera de algo, comencé a golpearla; no tardó demasiado tiempo en venirse abajo. Desde el otro lado soplaba una corriente de aire caliente y el zumbido se hacía más evidente. Una vez más, un hueco en las paredes de mi celda me estaba invitando a penetrar en la oscuridad.

Un ancho tobogán flexible de color gris y con surcos longitudinales partía de la base del hueco y se perdía varios metros hacia abajo. Pensé que sería divertido y me tiré. Lamentablemente, su base se hallaba unida a un muro de metal y me di de bruces contra él.

El lugar se encontraba repleto de marañas de cables multicolores. A diferentes alturas sobresalían varias placas metálicas con intrincados dibujos en relieve. Hacía demasiado calor y se escuchaban dos aspas girando a toda velocidad. El espeso flujo de aire que movían liberaba molestas partículas de polvo.

Arrinconada bajo la placa más inferior, y vagamente iluminada por una luz verde parpadeante, había amontonada gran cantidad de chatarra electrónica. Me acerqué esquivando obstáculos para revolver entre ella y ver si encontraba algo interesante, pero comenzó a agitarse. Tres pantallas de escaso tamaño se encendieron. Dos de ellas mostraban un ojo, y la tercera, una boca. Lo que en un principio parecía el conato de desplome de aquel desorden se acabó convirtiendo en un robot intentando ponerse en pie.

"Oh, cielos, oh... Cómo me duele la cabeza... ¿Eh? ¿Un hombre aquí, en mi celda?" Su voz sonaba metálica y le daba la misma entonación que un mal actor a sus frases. "Hacía muchísimo que no veía a nadie en persona."

Caminó torpemente hacia mí mientras su estructura al completo producía desagradables chirridos. Seguramente se habría llevado demasiado tiempo inmóvil. Poseía mi misma altura, y todo él era una colección de chapas y aparatos electrónicos soldados entre sí. Tenía un cubo por cabeza y los ojos y la boca no eran más que imágenes proyectadas sobre tres pequeñas pantallas panorámicas de cristal líquido. En el lugar donde debería tener oídos llevaba colocados unos auriculares conectados al reproductor de música que hacía de hombrera derecha, y sobre el otro hombro tenía un teléfono móvil. En el pecho se incrustaban dos altavoces, y sus brazos y piernas lo formaban hileras de teclas de ordenador. Sin aparente sentido, de su cuello colgaba una pasa seca atada a un cordel.

"Tanta chatarra y no dispongo de conexión a Internet", se quejó. Mientras hablaba, de los altavoces se le escapaban pelusas. "Este aire viciado me ahoga. Creo que es hora de hacer una limpieza en profundidad. ¿Cómo va todo allá afuera?"

"Tiene pinta de que se va a acabar el mundo en breve. La situación está algo delicada, pero veo que aquí te encuentras resguardado de toda catástrofe. ¿Quién eres? ¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí?"

"Me puedes llamar Latón, y este es mi hogar desde el treinta de septiembre de dos mil uno a las diecisiete horas, treinta y cinco minutos, catorce segundos y doscientos setenta y tres milisegundos. Antes de ser deportado a este lugar era un hombre como tú. Vivía en Tecnofilia, el próspero Reino del Progreso Tecnológico, gobernado por un poderoso hechicero. Todos los habitantes nos creíamos felices y éramos unos auténticos devoradores de la tecnología que ofrecía. Únicamente debíamos compensarle con un tributo."

Estaba claro que necesitaba hablar. Dos simples preguntas habían desencadenado una respuesta que a buen seguro tenía reservada al primero que lo visitara desde que llegó a aquel lugar, y ahora se comportaba como un anciano que se sienta a tu lado en el autobús. Latón se había quedado callado y completamente quieto. Parecía obvio que esperaba por mi parte que le preguntara en qué consistía tal tributo, así que lo hice. Me acomodé sobre una cálida pila mientras él proseguía con su monólogo.

"Teníamos terminantemente prohibido mirar a la cara a nuestros conciudadanos. ¡Ese era el tributo! Aunque estuviéramos frente a frente, sólo podíamos hablar por medio de algún dispositivo de comunicación. El contacto físico estaba vetado. La gente sostenía que la tecnología estaba a nuestro servicio, pero semejante dependencia me hacía pensar que más bien nosotros estábamos al suyo. Sin nosotros, las máquinas seguirían existiendo, pero sin ellas, nosotros nos moriríamos.
Este pensamiento rondaba por mi cabeza cuando ya hacía días que mantenía contacto con una mujer. A ella las conversaciones por escrito le servían para hacerle compañía, e incluso me atrevería a decir que le bastaban, pero yo percibía un vacío interior. Tenía curiosidad por ver su cara y palparla. La idea fue tomando cuerpo y finalmente caí en la tentación. La miré, pero no me gustó lo único que tuve tiempo de ver. Su rostro era inexpresivo como una pared blanca, y sus ojos, dos pequeños puntos negros sobre ella.
Una décima de segundo después el hechicero se cobró lo que le correspondía. Mi cuerpo comenzó a ser devorado de pies a cabeza por dos llamas. A su paso convertían la carne en chatarra electrónica y acabaron introduciéndose en mis ojos. Vencido como estaba, me apresaron y me condujeron hasta aquí."

Su historia resultaba familiar. Algunos detalles me hacían rememorar un pasado no tan remoto. ¿O quizás se trataba de un futuro?

"Ahora vivo prisionero en dos máquinas, como una muñeca rusa. Lo único que conservo de mi anterior cuerpo es el corazón."

Se quitó delicadamente el cordel de su cuello y me lo ofreció. Lo que antes había confundido con una pasa seca en realidad era su corazón, arrugado y endurecido.

"Si no es posible recuperar mi cuerpo completo, deseo al menos que el corazón vuelva a la vida. ¡No tengo sentimientos de amor! Sin embargo, tu llegada me ha llenado de esperanza. Estoy seguro de que existe un camino que conduce a Tecnofilia, y tras mi regreso podré armarme de valor, mirar a la cara al hechicero y reclamar lo que me pertenece. Has abierto un hueco en la pared y podremos salir por donde has entrado. ¿Vendrás conmigo?"

Los ojos que mostraba en ese momento se encontraban vidriosos por la ilusión. Incluso pude percibir una mínima modulación en su voz. Sin embargo, poco le iba a durar la alegría.

"Me temo que ese hueco sólo te conducirá a otra cárcel, y en concreto, a mi celda. Yo también me hallo preso, y mi camino no es el que me propones. Lo siento, Latón. Si algún día consigo salir de la mía, ten por seguro que te avisaré y vendrás conmigo."

Latón se había quedado completamente parado. Al cabo de unos segundos, sus pantallas se apagaron. Dejó de responder. Me di la vuelta no sin escepticismo y comencé a subir hacia el hueco de la pared, ayudado por los cables. Tras mi espalda restallaron de nuevo las peticiones de Latón, quien seguramente habría transmitido lástima si le hubiera dado la entonación correcta. No tenía la obligación moral de ayudar a una máquina.


Lo primero que vi de regreso en mi celda fue a Conciencia y Cerebro sentados en la cama. Me dirigían una mirada severa. Conciencia comenzó a hablar.

"Te parecerá bonito no ofrecer tu ayuda a Latón."

"Suficiente tengo con lo mío. Además, es sólo una máquina", me excusé.

"Antes no, pero ahora sí. Mira lo que tienes colgando de tu cuello."

Efectivamente, de mi cuello colgaba su corazón seco. Pero como Conciencia sabe leer mi pensamiento, hizo una corrección:

"No, no es su corazón, sino el tuyo. Se te está pudriendo."

Entonces comencé a notar una fuerte punzada en el pecho. Puse la mano sobre él y no latía.

"Hereje, se te acaba el tiempo", advirtió Cerebro. "Prepara tus cosas, pues nos vamos de viaje. Bueno será que te despidas de todos tus compañeros antes de partir."

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