martes, 11 de noviembre de 2008

Lo prohibido (II)


Escapar de una cárcel como en la que me hallo puede parecer un juego sencillo. Sus rejas carcomidas por efecto del sol, el frío y la humedad, las paredes areniscas y la relativamente escasa seguridad presente en los pasillos son quizás indicios suficientes para llegar a semejante conclusión. Nada más lejos de la realidad: La dificultad para lograr una evasión se debe a una telaraña enorme, etérea, que invade todo el espacio posible, cuyos hilos nacen en la mente de quien intenta escapar, salen por los orificios de la cabeza, y se prolongan hasta donde pretenda llegar.

Una alambrada psicológica es más difícil de abatir que un telón de acero.

La resaca superada ayer ha dejado latentes en mi cabeza los efectos de la euforia, y ésta, como una aspiradora, me ayudará haciendo desaparecer los molestos hilos que cuelgan por todos los rincones. Sin embargo, debo tener cuidado, soy voluble y mi ánimo puede, en un instante, tornar al pesimismo. No debo precipitarme, he de ser sagaz. No me preocupa volver a ser aprehendido, asumo que regresaré; en cambio, sí me preocupa la consecución del plan.

Violar una norma me hará sentir vivo.

Durante la noche todos duermen. La puerta de salida queda a unos veinte metros desde mi celda, doblando varias esquinas a través de un angosto corredor. Los techos carecen de conductos de ventilación, pero la cobertura eléctrica se extiende a través de las paredes de los pasillos a metro y medio del suelo. Si aguzo la mirada soy capaz de entrever un pequeño cable en la pared opuesta a mi celda que parece tener el aislante hecho trizas junto a un interruptor. Bastaría un chispazo y un salivazo para provocar un incendio que se expandiría con celeridad a ambos lados del pasillo. Ya tengo material para permitirme un festín orgiástico y excitar mis neuronas ávidas de destrucción, pero, ¿cómo salir de la celda? Varias veces he golpeado los hierros con pies, manos y cabeza, y los resultados han sido nulos.

Un momento.

Hace días que no rozo esos barrotes. Pueden formar parte también de la telaraña, esa a cuyos hilos ya no me quedo adherido. Acerco mis manos temblorosas a la reja. Mis dedos acaban de traspasarla como si formaran parte de un ente espectral.

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