domingo, 4 de abril de 2010

Herejes de capirote


Un fuerte estruendo me desveló abruptamente. Afuera, en la llanura, se escuchaban tambores, cornetas y el murmullo de una multitud. La celda se encontraba abierta, y la puerta de la cárcel también. Al parecer todo el mundo se había echado a la calle. Aún uniformado con el pijama, me asomé para ver qué ocurría.

Era noche de luna llena. Cientos de personas desfilaban en silencio. Portaban cirios encendidos, vestían túnicas negras y sus rostros quedaban ocultos por capirotes. Tras ellos avanzaba un gran trono dorado. Transportaba la imagen de un hombre clavado en una cruz de pies y manos, únicamente vestido con un harapo que cubría sus partes pudendas. Sin duda, se trataba de la efigie de un pobre macilento con el cuerpo cubierto de sangre. Era mecido con la cadencia marcada por los tambores. Miles de hombres trajeados y mujeres con peinetas negras contemplaban la escena atentamente. También había gente que bebía y disfrutaba alejada de la procesión, aunque estos no se encontraban exentos de las miradas de desprecio de aquellos. En ocasiones el fervor reventaba y el público rompía en aplausos y vítores. Algunos palpaban el trono cuando pasaba por delante de ellos. Había tiendas ambulantes de comida rápida, vendedores de globos de helio y chinos vendiendo banquitos. Sólo faltaban los farolillos.

La escena me produjo sensación de sobrecogimiento mezclada con un enfermizo morbo que muchos de aquellos espectadores se habrían negado a reconocer. Fui incapaz de marcharme de allí.

Presté atención a una conversación que mantenía un grupo apartado del resto. Por ellos supe que aquella escultura había sido tallada en madera hacía apenas tres años y, poco tiempo después, bendecida por un religioso. Actualmente contaba con miles de devotos, y los pies de la imagen ya comenzaban a padecer el desgaste producido por los besos que sus fieles le daban. Recordé las palomas que vi en el patio de la cárcel días atrás.

"De modo que todo esto está relacionado con la religión", pensé. Parecía difícil encontrar la conexión entre unos capirotes, unos trajes de chaqueta, unos globos de helio y un hombre vejado.

Me pregunté a quién veneraban todas esas personas, si a la escultura, a las manos que la tallaron, a las que la bendijeron, a quienes la portaban, o a quienes ponían banda sonora a la procesión. Allí no había muestras de poder divino; sólo se percibía una considerable pompa. Imaginé la misma escena pero sustituyendo la elegancia por túnicas hebreas, y poniendo en el lugar del pobre torturado un becerro dorado. Sentí vergüenza ajena de que no respetaran algo en lo que no creo.

Conciencia apareció a mi lado.

"Si este hombre levantara la cabeza y viera todo lo que formó su muerte, se forraría de oro si exigiera derechos de autor", comenté.

"Tú también lo veneras. Cada uno tendrá sus propias razones", replicó Conciencia.

"No, lo mío sólo es devoción folclórica."

"¿En serio te crees eso?"

"Supongo que sí."

El trono iba seguido por nuevos penitentes y, según se comentaba, aún estaba por llegar la imagen de la dolorosa más guapa de todas. No tenía mucho interés por verla y me sentía cansado, así que regresé a mi cama con una duda planeando dentro de mi cabeza: ¿Quiénes eran realmente los herejes?

4 comentarios:

  1. ¡Coño, un comentario! ¡Gracias! XD

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  2. Fascinante la visión desde la que enfocas esta crítica. Parece llegada de muy lejos, difícil saber que esta tradición te ha acompañado toda la vida.

    Gracias por compartirlo =)

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  3. Es una crítica a la tradición y a mí mismo. Gracias por compartir tu opinión, Anónimo enésimo :)

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