martes, 16 de marzo de 2010

El abismo


El primer testigo llamado a declarar, un señor vestido con traje de chaqueta y corbata, se estaba retrasando por asuntos de negocios. La tregua concedida la aproveché para hacer una visita a uno de mis lugares favoritos.

Más allá de las puertas de entrada de la cárcel se extiende una inmensa llanura vacía, lugar por el que estuve vagando tiempo atrás. La cárcel sirve de frontera entre la desolación de ese paisaje y un enorme abismo, accesible desde el patio del recinto, puerta trasera de los presos que no asumen la realidad. Cuando necesito despejarme un rato y dejar de mirar por la ventana, paso allí las horas de recreo, dando la espalda a la celda y mis errores.

El abismo es la frontera entre el mundo de la cárcel y lo demás. Su pared es completamente vertical y lisa como un cristal. En las profundidades se encuentra la incertidumbre, lo que puede ser bueno o malo, o simplemente lo que puede ser o no. La vista de un ser humano es incapaz de alcanzar el fondo. Sobre el abismo hay montones de nubes itinerantes cuyos pasajeros inhalan plenitud. Y al otro lado, a una eterna distancia, dicen que hay otro precipicio, otra cárcel y otra llanura como la de esta orilla, lugares que nunca podré visitar porque se encuentran en una línea de tiempo paralela. Semejante visión acongoja a cualquier preso.

Si quieres escapar de la cárcel, puedes tener la suerte de atravesar por un momento de inspiración como el que tuve en su momento, o directamente te arrojas al abismo. Uno de mis pasatiempos favoritos es azuzar para que se lancen a los desesperados que no saben llevar el uniforme de cautivo con naturalidad. El salto es una ruleta rusa. Nunca sabes dónde vas a posar los pies. Algunos han caído y sus gritos se han perdido con ellos. Si existe el fondo, puede que ahora estén saboreando el éxito de su determinación, o bien estén marchando por un camino de penurias. Otros, sin embargo, saltaron y ascendieron hasta la nube de sus sueños. Me alegro por ellos, mis compañeros más valientes.

Pero retomemos el hilo de mi historia.


Mientras me relajaba frente al abismo e intentaba fijar la vista en un punto indeterminado del espacio, unas cuantas palomas picoteaban convulsivamente los restos de a saber qué porquería. De hecho, se agredían entre ellas mismas para no permitir el paso a las rezagadas y seguir llenando el buche.

"Malditas ratas de aire...", mascullé. Estiré el brazo con cuidado hasta el suelo para coger algunas piedras.

"No les faltes al respeto, hereje, que son tus nuevas compañeras." A mi lado había aparecido un señor vestido de negro, con bombín y sonrisa radiante. "¡Auténtica savia nueva para alegrar los pasillos de la cárcel!"

"¿Qué comen?"

"Cualquier escupitajo que les eches. Están tan desesperadas y muertas de hambre que se conforman con cualquier cosa, y lo mejor de todo es que lo agradecen. ¡Uno se siente realizado!" Hablaba con elocuencia y mantenía entrecruzados los dedos de las manos, en posición de discurso.

"No creo que duren mucho aquí. Se darán cuenta de que saben volar y pondrán rumbo a las nubes."

"Saben volar, pero no saben que lo saben. ¡Mira! Mira esa pobre, cómo corre hacia el precipicio... ¿Ves? Ya no hay paloma. ¡Son estúpidas! ¡Es realmente gracioso!"

Tuve el desagradable presentimiento de que durante mi juicio debería lidiar con muchos testigos cortados por ese mismo patrón. Dejé caer las piedras al suelo y me puse en pie, en dirección a mi celda, mientras una nueva paloma caía al abismo sin haber intentado siquiera desplegar las alas.

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