domingo, 22 de enero de 2012

Poca diestra


Si me preguntan por Rogelio carahuevo, o Rogelio caratomate, o Rogelio el cornudo, debo reconocer que fui parte creativa de los tres apodos. En el barrio todos conocíamos la historia de aquel esperpento de matrimonio, pero jamás pudimos imaginar que un juego de rumores entre vecinos, ya fueran falsos o verdaderos, llegaran a desencadenar el trágico suceso.

No negaré que los motes que le puse a ese pobre hombre fueron estimulados por el mío propio. Me llaman Casimiro el codillo, soy carnicero y en lugar de antebrazo derecho tengo un muñón de nacimiento. Los niños del vecindario no paran de aclamarme cada vez que me ven despiezar con maña un cabrito, un cochinillo o un pollo. Siempre me he sentido un fenómeno de barrio, y todo por culpa de Rogelio. Aún recuerdo cuando se pavoneaba con su reciente esposa y miraba con sorna mi brazo inacabado. «¡Qué no harías si tuvieras los dos brazos completos, Casimiro!», me decía cada vez que venía a comprar. «Ponme un poco de codillo, Casimiro, pero ten cuidado y no te confundas con el tuyo, ¡ja ja!» Y así, de tanto repetirlo, el binomio Casimiro—codillo perduró y se convirtió en mi nombre y apellido para deleite de las malas lenguas. Como venganza, conseguí que mi sobrino martilleara a Rogelio con sus motes carahuevo y caratomate en el autobús escolar.

Hace unos años, antes de consumarse el matrimonio de Rogelio, Tecla, una viuda bastante informada, me contó que el hombre había ganado el premio gordo de la lotería, pero que era tan avaro que lo guardaba en alguna parte de su casa y que moriría siendo el conductor del autobús escolar. No se hicieron esperar las pretendientas de Rogelio, que por entonces aún se afanaba por disimular la calvicie con un bisoñé. Una de las mujeres fue Romina, la futura esposa caída en desgracia.

—Hay que ver lo que son las cosas, Casimiro —me comentó Tecla—. Qué casualidad que esta mujer, viniendo de la familia que viene, se fije en un hombre así. Seguro que lo de su familia es pura fachada y crían telarañas en las billeteras, y, claro, como resulta que por ahí se rumorea lo de la lotería, la mujer le ha puesto en el punto de mira. ¡Menuda pendona está hecha!

Fuera como fuese, la cuestión es que se casaron y ni fueron felices, ni comieron perdices, por mucho que él presumiera de esposa y ella de tener clase. Rogelio seguía conduciendo el autobús escolar y Romina se paseaba por los parques y las cafeterías, haciendo ostentación de no se sabía qué.

Mientras tanto, Tecla seguía proporcionándome información de primera mano.

—¡Le han visto con otro, Casimiro! ¡Qué desvergüenza, Señor! —La mujer se persignaba cada vez que clamaba a Cristo.

—¿A quién, mujer? ¿A quién han visto con otro?

—¿A quién va a ser? ¡A Romina! Resulta que Rogelio se queda de rodríguez en casa mientras la pendona de su mujer llega a casa a las tantas. Al pobre hombre hasta se le enfría la comida en la mesa. Total, que el otro día le pillaron bajándose de un taxi a dos calles de su casa, y en los asientos de atrás vieron la cabeza de otro hombre. ¡Qué indecencia y qué desvergüenza, Señor!

Me froté las manos, en sentido figurado, y aproveché la situación para seguir vengándome, de modo que induje a mi sobrino para que martirizara a Rogelio con un nuevo mote, el cornudo. Yo comprobaba que el juego surtía efecto porque el hombre cada vez venía a la carnicería con peor cara, y entonces me divertía realizando algún comentario jocoso.

—¿Qué pasa, Rogelio? Qué mala cara llevas, últimamente estás de cuernos con todo el mundo.

Su rostro se encendía y se limitaba a recitarme la lista de la compra.

Por otro lado, la beata de Tecla no cesaba en su empeño de transmitirme las novedades.

—¡Qué desvergüenza, Señor! Ya ni se esconde. El otro día le vieron dando tumbos por la calle con una cogorza de órdago. Dicen por ahí que está pensando en dejar tirado a Rogelio por un perito que vive en la capital, pero entretanto no siente pudor por gastarse el sueldo del marido en irse de copas. De verdad, qué pena me da ese hombre. Y encima, los niños del autobús se burlan de él. ¿Sabes cómo le llaman, Casimiro? ¡Rogelio el cornudo! —En ese momento miré hacia otra parte—. ¡Qué desvergüenza, Señor! ¿Dónde les habrán enseñado ese lenguaje?

Unos días después llegó Rogelio a la carnicería con el semblante tranquilo y me pidió una buena pieza de cordero para asar. Su serenidad no me dio buena espina. Le ofrecí la mejor pieza que pude y le deseé las buenas tardes con una cortesía que incluso a mí me sorprendió.

Al día siguiente, Tecla llegó agitada y me dio la noticia.

—¡Le ha matado, Casimiro! ¡El cornudo le ha matado!

—¿Qué dice usted, Tecla? —pregunté alterado.

—Los médicos dicen que se ahogó con un trozo de carne mientras cenaba, pero seguro que ese desalmado le hizo algo. ¡Ay, Señor! Esto es castigo divino, Casimiro, si ya lo decía yo...

3 comentarios:

  1. Buena segunda parte, ¿habrá una tercera?

    Un abrazo,

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    Respuestas
    1. ¡Pues ahora que lo dices, me han entrado ganas de escribirla por mi cuenta!

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  2. Esperemos que sea prontito la tercera, vaya intriga!!
    Mar.

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