lunes, 5 de marzo de 2012

La noche de los Santos Inocentes


El niño lleva llorando durante toda la noche en brazos de María, que se encuentra recostada sobre un montón de paja. La joven tiene los ojos hinchados y enrojecidos, le tiemblan manos y piernas. Suspira, se abre el cuello de los ropajes y se saca un pecho. Acerca al niño hacia el pezón, la criatura lo busca con su boca y comienza a mamar. Jesús no se tranquiliza y enseguida aparta la cabeza hacia atrás. María vuelve a ocultar su pecho. Los llantos llenan el aire, pero no es el único sonido de la noche. Mira a su alrededor. En el centro del pesebre, una lumbre titubea. A un par de metros de esta se encuentra una cuna acolchada con paja. Al otro lado de la lumbre, José duerme en el suelo. Acurrucados en una esquina, un buey y una mula duermen también. María se levanta pesadamente con Jesús en brazos y se acerca a la cuna. Recuesta al niño y lo arropa con una tela ajada. Lo mece durante unos segundos, pero sigue llorando. Deja de mecerlo y mira de nuevo alrededor. Los estómagos del buey, la mula y José se dilatan y contraen al compás.

—No llores, mi vida —le susurra al niño.

María se dirige hacia José y lo zarandea.

—José —susurra. El viejo apenas reacciona—. ¡José!

Con el alzamiento de voz, José se despierta de súbito y mira a María de hito en hito.

—Ah... Por favor, haz que se calle ese demonio.

—¡Es tu hijo!

—No es mi hijo...

—José, la lumbre va a apagarse en cualquier momento, tienes que ir a por leña.

José chasquea la lengua y segundos después se levanta de forma trabajosa. Abre la puerta del pesebre y se va sin decir palabra. María se queda a solas con Jesús y su llanto, y las dos bestias.

Al rato, la lumbre expira y todo queda a oscuras. María se queda paralizada. Jesús se tranquiliza. Entonces, se escucha un grito en la calle. Después, el silencio. El niño rompe a llorar otra vez, con mayor intensidad. María tantea la cuna.

—No llores, mi vida, no llores —le susurra mientras lo mece—. Papá ha ido a buscar leña y pronto habrá luz y calor.

Vuelve a escucharse otro grito; esta vez, más cerca.

Silencio de nuevo.

La respiración de María se intensifica. En plena oscuridad, no se separa de la cuna de Jesús.

Un caballo trota en la noche. Se está acercando. María saca al niño de la cuna y le tapa la boca con firmeza, ahogando su llanto. El sonido se percibe más cercano. María contiene la respiración y aprieta más su mano contra la boca del niño. El trote acaba de morir ante la puerta del pesebre. Acto seguido, alguien salta de la montura al suelo. Dos piezas metálicas han entrechocado con el salto.

En mitad de las tinieblas, la puerta queda recortada por el poco de luz que los bordes dejan pasar. La madera vibra con dos golpes de mano suaves. No hay respuesta, tampoco se oye una voz que llame. La sombra de un objeto acaba de penetrar por el borde de la puerta. Se mueve de abajo hacia arriba y hace ceder el tronco que hay a modo de cerradura. El pesebre queda expuesto al exterior. La claridad de las estrellas de la noche recorta la silueta de alguien armado con una daga.

El hombre se dirige silencioso hacia la cuna. Con un movimiento rápido, alza el arma y la descarga sobre la pequeña cama. Inmediatamente después lanza otra puñalada. El desconocido se queda parado. Acerca la daga a su cara y recorre la hoja con un dedo. Enfunda el arma. Después otea el resto del pesebre. Se centra en el buey y en toda la paja que hay tras el animal. Algo se mueve bajo el montón. Alza la mano y realiza un gesto.

Entran dos hombres más. Los tres desenvainan sus espadas cortas y comienzan a caminar, sin hacer ruido, hacia el animal. Uno se agacha ante la cabeza mientras los otros dos se colocan rodeando el cuerpo. Al mismo tiempo, descargan tres estocadas, una en la garganta y dos en el vientre. Sin dejar reaccionar al animal, vuelven a dar tres estocadas más. De pronto, el buey rompe a mugir y se levanta conmocionado sobre sus cuartos traseros. La mula acaba de despertar, alarmada. Los tres hombres se apartan en el momento en que la bestia herida se desboca e intenta desprenderse de las tres espadas que lleva hundidas en la carne. Los tres hombres corren hacia la puerta. Uno tropieza, cae al suelo y la cabeza es aplastada por las patas de la mula. Los otros dos se atoran a la salida de la puerta, momento que aprovecha el buey para cornearlos una, dos, y hasta cinco veces.

En cuanto deja de acribillar a los hombres, el buey se desploma en el suelo. La mula y el caballo han escapado. El suelo del pesebre queda cubierto de sangre y vísceras.

Vuelve a haber silencio. María sale temblorosa de su escondite bajo el montón de paja, con Jesús en brazos. Aparta la mano de la boca del niño y este vuelve a llorar.

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