lunes, 12 de marzo de 2012

Nuevos alumnos


Lunes por la tarde en el Ateneu Barcelonès. La clase llega a su ecuador. Un intermedio para descansar. Carme sale del aula tras la profesora. De entre los once alumnos, varios han atravesado la puerta de forma apresurada con un cigarrillo en sus manos. Otros se quedan vagando por el aula. Al cabo de un par de minutos, Sergio se marcha en silencio. Poco después, Adrián también sale, tácito.

El vestíbulo de la planta es amplio y de paredes diáfanas. Las escaleras quedan a la izquierda, con un montacargas victoriano entre la de subida y la de bajada, y un ascensor a la derecha. Enfrente, un pasillo poblado de muebles de roble que se pierde a ambos lados. Adrián toma el camino hacia allá, tuerce a la izquierda y se dirige a una zona diferente a la que acaba de dejar atrás. Montones de librerías cuyas vitrinas encierran libros cubiertos de polvo y moho. La iluminación es escasa y el ambiente húmedo. Más adelante, el suelo describe una leve pendiente hacia abajo. Al fondo se ve el acceso a los servicios.

—No sé qué pretende con que nos leamos El corazón helado en apenas cuatro semanas —masculla—. Y luego nos da la Navidad entera para leernos El Doctor Jekyll y Mr. Hyde... Qué ganas de irme a casa.

Cuando se dispone a abrir la puerta de los servicios, ésta se abre desde dentro. Carme sale veloz. No fija los ojos en los de Adrián y pasa de largo, una exhalación de pelo alborotado, toda empapada, una estela de olor a basura tras ella. Adrián compone un mohín de desacuerdo, se la queda mirando durante unos segundos, resopla y finalmente entra. Cierra.

La temperatura con respecto al exterior ha aumentado. Los servicios poseen un reducido distribuidor con un lavabo común. El grifo gotea. El aire está impregnado del mismo olor que Carme acaba de diseminar. No hay señal de suciedad, sólo olor a putrefacción. Las paredes, alicatadas hasta el techo, brillan de humedad. Además de la de salida, hay dos puertas, cada cual con un símbolo de señoras y caballeros. Ambas están cerradas. Intenta abrir la de caballeros, pero está trancada por dentro. Se oye un ruido al otro lado, un lamento. Contiene la respiración y afina el oído. Es un sollozo masculino. Da dos toques con los nudillos en la puerta.

—Sergio, ¿estás bien?

No hay respuesta. El sollozo prosigue, acompañado por la cadencia del goteo del grifo. Adrián se aparta y se encoge de hombros. La frente se le comienza a perlar de sudor.

—Hace demasiada humedad. Y calor, sí, humedad y calor.

Llama a la puerta de señoras. No hay respuesta. Abre, entra y vuelve a cerrar. Es un compartimento de escasas dimensiones con un inodoro y una papelera. El olor a podredumbre se percibe aún más intenso que fuera. Más calor y humedad. Paredes mojadas y salpicadas de gotas rosadas.

—Qué puto asco, joder, y me quejo yo de los servicios de la oficina.

Levanta la taza del váter. Se echa instintivamente hacia atrás y deja escapar un quejido de repugnancia. El váter se encuentra repleto de una mucosa verde y rosa. Burbujea. El hedor proviene de ellas. Se gira de súbito e intenta abrir la puerta. El pomo está dado de sí. No puede salir. Vuelve a mirar el inodoro. La sustancia ha crecido y comienza a rebosar. Resbala lenta por la superficie externa del váter. Se esparce. Traza surcos en el suelo. Se aproxima a Adrián. Éste se arrima lo más que puede a la puerta, unos veinte centímetros. Se oye el goteo del grifo de fuera a mayor velocidad. La mucosa verde y rosada roza los zapatos de Adrián. Algo ha goteado en su cabeza. Se palpa y mira hacia arriba. El techo está salpicado de la misma materia. Mira a un lado, a otro, abajo. Ahora todo está sucio. No se mueve. No dice nada. Respiración acelerada bajo su pecho.

Se va la luz.

Se oyen golpes y la cisterna desaguándose.

En el cubículo de caballeros, el sollozo se transforma en una débil risa.

Carme vuelve al aula y se sienta en su sitio, serena y perfumada. Sólo tres sillas vacías, a su izquierda y derecha, y la de la profesora. Ésta entra al momento y ocupa su asiento.

—Esperamos un par de minutos a Sergio y Adrián antes de...

Sergio irrumpe en la clase. Sonríe.

—¡Perdón por la tardanza! Me he quedado encerrado en el baño de caballeros.

Mira a Carme. Ésta le devuelve la sonrisa. Ambos quedan sentados uno junto al otro. Posturas en ángulo recto, las espaldas totalmente apoyadas en los respaldos de las sillas. Los rostros miran de hito en hito a quienes tienen sentados enfrente. No pestañean, no cambian el semblante. Siguen con la media sonrisa en la boca.

Dentro del cuarto de baño de señoras se escucha un sollozo. Vuelve la luz. Todo está moteado de verde y rosa. La cabeza de Adrián asoma por el váter, cubierto por una membrana transparente. Consigue romperla y ríe.

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