miércoles, 18 de enero de 2012

La última cena


El sonido de la llave en la cerradura me hizo pegar un brinco. ¿Estaba todo según lo planeado? Las luces proporcionaban un clima tenue en el salón. Eché un rápido vistazo a la mesa. Una fuente de cordero asado la presidía, rodeado de patatas e impregnando el aire de un delicioso aroma a pimienta y romero. Durante largos años me había dedicado a perfeccionar recetas de cocina, cuando aún ignoraba los flirteos de mi esposa con desconocidos, y podía asegurar que me encontraba ante mi obra maestra. ¿Con qué si no habría de dar fin a un episodio que venía torturándome en los últimos tiempos? Había descorchado la botella de oporto para que oxigenara hacía apenas un par de minutos. Los cubiertos y las servilletas estaban dispuestos con pulcritud, y el cuchillo de trinchar brillaba con una malicia que estremecía.

Cuando mi esposa apareció por el marco de la puerta se me revolvieron las tripas. Una mujer tan peripuesta, de familia acomodada, sociable e inteligente, y con un punto de maldad, no se pudo fijar en mí sin algún motivo oculto. ¡Qué ingenuo fui! Había llegado a pensar que se había enamorado de alguien como yo, que a duras penas le llegaba al hombro —siempre que ella usara zapatos planos—, lampiño de la nuca hasta el hoyuelo de la barbilla, obeso, con escasa formación y el apasionante oficio de la conducción de autobuses escolares.

—¿Qué tenemos hoy para cenar, pequeñín? —me preguntó con despecho mientras se desprendía de un abrigo que no me sonaba de nada. «Ni se molesta en ocultar los regalos que le hace», pensé.

—Cordero asado, ¿no recuerdas este olor, cariño? —respondí. Me frotaba las manos sudorosas y dejé escapar una mirada de soslayo al cuchillo de trinchar—. Es mi receta predilecta.

Nos sentamos a la mesa, cada uno en un extremo. Acto seguido volví a levantarme para servir el vino y trinchar la carne. Ejecutaba mis movimientos con torpeza manifiesta. No podía quitar de mi cabeza los escarnios con que los niños del bus escolar se burlaban de mí. Rogelio el cornudo, así me llamaban los de doce años, los más mayores. Me senté de nuevo y tomé la copa de vino para brindar con mi esposa, pero cuando alcé la vista hacia ella vi que ya había apurado la suya y alargaba el brazo para alcanzar la botella.

—Rogelio.

—Dime, querida —respondí con voz entrecortada de nerviosismo. No me encontraba cómodo.

—¿No crees que deberíamos terminar con esta farsa?

—No te sigo, querida.

Aquello no pintaba bien. ¿No era yo quien debería haber dicho las palabras que ella acababa de poner en su boca? Para mi sorpresa, continuó con el discurso que yo había ensayado ante el espejo.

—Sé lo que comentan en el barrio y no quiero seguir sirviendo de comidilla.

—¿Por qué dices eso, querida? —pregunté. Veía cómo mis planes se estaban yendo al traste a las primeras de cambio. Mi esposa suspiró, se rellenó la copa hasta el borde y se la bebió de un trago.

—Por ahí llevan años diciendo que eres millonario, que una vez ganaste una fortuna en la lotería de Navidad y escondes el dinero en alguna parte de la casa. ¿Es eso cierto? Porque si es así, dime qué leches andas tú conduciendo el autobús de los futuros delincuentes del vecindario, y qué hago yo aguantándote, cuando bien sabes de la familia que vengo.

Aquellas palabras me encendieron el ánimo. No me veía, pero podía sentir la sangre coloreando de ira toda mi cabeza sin pelos, como cuando los niños del bus escolar me llamaban Rogelio carahuevo, y acto seguido pasaban a decirme Rogelio caratomate. De modo que ese había sido el motivo por el cual se había fijado en mí, la muy zorra. ¡Si en mi vida había jugado a la lotería!

—Esos rumores no son ciertos, querida —me limité a replicar con un hilo de voz que me sonó ridículo. ¿Por qué narices tenía que defenderme ni desmentir nada, si el agraviado era yo? Incluso el manco del carnicero, ese mercachifle de Casimiro el codillo, se reía de mí.

Proseguimos cenando en silencio, acelerados, si bien mi esposa parecía beber más que comer. La botella estaba a su lado. Decidí arremeter con un comentario para ver su reacción.

—Los niños del autobús me llaman cornudo.

Soltó una carcajada descomunal e impregnó de oporto toda la mesa. Yo continuaba rojo de ira. Miré a mi esposa. Después miré el cuchillo de trinchar. Me levanté, lo así con mano temblorosa y corté otro trozo de cordero que dejé caer con menosprecio sobre su plato. Comenzó a devorarlo con avidez mientras procuraba reprimir la risa. Yo aún aferraba con fuerza el cuchillo. «Ahora es el momento, Rogelio, un mandoble y se acabaron las burlas», me dije. Sin embargo, conforme me arengaba, comprobé con sorpresa que mi esposa ya no reía. Sus ojos apuntaban hacia mí. Estaban blancos. Tosía, señalaba su garganta y daba puñetazos en la mesa. Luchaba por expulsar una esquirla de hueso que se le había atravesado. Yo me limité a contemplar su hermoso cuello violáceo.

Y se acabaron las burlas.

4 comentarios:

  1. He encontrado esta pequeña joya de relato por pura casualidad y me he llevado una grata sorpresa a descubrir que tú eras el autor y que resulta que no sólo compartimos profesión sino afición por esto de las letras.

    Adrián, cuidado con la escritura, es un veneno maravilloso...

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    1. Y yo me he llevado otra sorpresa al descubrir que me has descubierto. No te preocupes por mí, ya he sido envenenado y no hay quien me pueda salvar...
      ¡Un abrazo!

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  2. Felicidades! ¡que bien has llevado la historia! Si me permites un apunte constructivo, yo suprimiría la última frase:"Y se acabaron las burlas", me parece que no hace falta.

    Felicidades de nuevo.

    Un abrazo,

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    Respuestas
    1. Gracias, Esperanza. La verdad es que este es uno de los textos que más satisfecho me ha dejado en el curso de narrativa.
      Un abrazo.

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