jueves, 6 de octubre de 2011

La gran manzana


Esta mañana, con pocas horas de descanso y el ojo izquierdo renqueante por una pequeña conjuntivitis, tomé el metro, como siempre, escuchando música. A mis auriculares llegó una compilación de piezas musicales un tanto extraña: Lacrimosa, del réquiem de Mozart; Stairway to heaven, de Led Zeppelin; Imagine, de John Lennon; Ich will bei meinem Jesu sachen, de la Pasión según San Mateo, de Johann Sebastian Bach; Hallelujah, de Jeff Buckley, y unas cuantas más del mismo palo. Todas las canciones muy bonitas, sí, pero no eran la mejor forma de afrontar una jornada de trabajo, parecía como si fuese haciendo el trayecto hacia mi muerte. Pero cuál fue mi sorpresa al ponerme frente al ordenador, consultar las noticias por Internet y leer que Steve Jobs fue quien murió la pasada madrugada. Sí, señores, por si no lo sabéis, STEVE JOBS HA MUERTO. Y, claro, como mi reproductor de música es un iPod, el pequeño se encontraba afligido y no tenía ánimos para proporcionarme canciones capaces de inyectarme endorfinas.

Para quien no lo conozca, aclaro quién fue Steve Jobs: Resultó ser un hombre poderoso, bueno, generoso, querido por todos y alabado por muchos, que hizo el bien a gente tan dispar como Bill Gates, los desarrolladores de Android, Mariano Rajoy –véase esta imagen: http://t.co/jtU5uDs4–, mi abuela, los niños de Somalia e incluso a los afectados por cáncer de testículos. Un hombre que, de la nada, creó una religión dedicada al consumismo de tendencia casi esnob, construyó sus templos de culto, llamadas Apple Store, y a cuyas puertas han marchado en peregrinación sus incontables discípulos. Estos están realizando ofrendas de flores, velas y manzanas mordidas, se postran con sus iPad y sus iPhone mostrando en las pantallas la aplicación del cirio virtual, rotulan con dedicatorias los vidrios de los escaparates, y no tienen reparos en nombrarlo el Leonardo da Vinci de la era digital. Tal es su influencia que, coincidiendo el día de su muerte con el de la concesión del premio Nobel de Literatura, ha conseguido que se cuestione el merecimiento del poeta sueco Tomas Tranströmer, teniendo como pieza de bella factura la arenga con que emocionó a unos cuantos estudiantes durante la graduación de Stanford de dos mil cinco.

Lo siento, pero creo que se ha rebasado el esperpento. Reconozco que, al ver la noticia, me ha apenado desde una sincera admiración, porque fue un hombre que no tuvo una infancia fácil y consiguió, de una manera u otra, llegar a convertirse en una de las personas más influyentes de la humanidad. Y sin embargo, la avalancha de dedicatorias gratuitas está consiguiendo que, cada vez que pulso las teclas de mi flamante MacBook Pro, sienta que estoy tamborileando sobre los dientes de un cadáver y lo mire con cierta aprensión.

Compañeros, si tanto lo desean, déjenlo descansar en paz, pero de verdad.

1 comentario:

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