viernes, 30 de abril de 2010

En la memoria de todos


La idea de tener que despedirme de mis compañeros y emprender un viaje me excitaba. Salí al patio de la cárcel para tomar algo de aire fresco. Hojas de árboles y pétalos de flores eran arrastrados por un fuerte viento. Me encontraba completamente solo. Fui a sentarme al único banco que había. Consulté la hora de mi reloj, pero éste se había parado. Comencé a divagar.

¿Quién nos acompañaría? ¿A quién dejaríamos atrás? En realidad, sólo yo podía responder a tales preguntas. En un camino sin itinerario definido, con principio pero sin final, se antojaba inevitable distanciarse de muchas personas y acercarse a otras.

De pronto me sentí embargado por la ilusión del niño que espera impaciente los regalos de los Reyes Magos. Ya no me encontraba en el patio de la cárcel: ahora estaba subiendo unas escaleras a toda prisa. Una, dos, tres, hasta cuatro plantas. Me paré extenuado cuando llegué al último escalón. Una vez más, había sacado dos pisos de ventaja a mis competidores.

Allí arriba, tras la puerta entreabierta, me esperaba una mujer mayor. Era de pequeña estatura, aunque en realidad nos equiparábamos en altura. Vestía una bata de invierno. Tenía el pelo completamente blanco y recogido delicadamente con pinzas de colores. Llevaba gafas grandes y lucía una radiante sonrisa; a ella también le alegraba recibir visitas en un día tan especial como aquél. Me dio cuatro apretados besos.

—¡Huy! No sé si este año han dejado algo los Reyes —bromeó, como cada seis de enero.

El salón se encontraba plagado de fotografías de la familia. Sobre los sofás había montones de regalos, uno para cada nieto e hijo de su numerosa descendencia. Representaban los pequeños ladrillos de toda una obra construida a base de fuerza de voluntad y sacrificio, lo cual les daba mucho más valor.

Mientras los demás nos enseñábamos los regalos, observé cómo se alejaba por el largo pasillo de la casa. Entrañable. Esa era la palabra empleada para describirla cuando se la veía desde atrás dando pasos cortos pero ágiles en dirección a las habitaciones. Me levanté y la seguí. Hice una parada en la cocina para comer una aceituna aliñada sin que se diera cuenta.

Cuando salí de la cocina, había pasado tiempo. El aspecto de ella era prácticamente el mismo, pero ahora le sacaba muchos centímetros de altura.

—Abuela, tengo que irme ya, que he quedado. Dice papá que las revistas te las traerá él el próximo día, porque abuela Rosa todavía no las ha terminado de leer.

—No pasa nada, todavía tengo aquí algunas pendientes.

Se levantó y del taquillón del recibidor extrajo su monedero. Me dio unas cuantas pesetas para que me las gastara en lo que quisiera. Le di los besos que siempre le solía dar, apretados y largos. Me marché con tranquilidad, y en la planta baja me asomé por el hueco de las escaleras; arriba se veía su cara y se oía su voz diciendo adiós. Nuevamente, a punto de torcer la esquina de la calle, me giré y miré hacia arriba: asomada en su balcón lleno de macetas, se volvía a despedir con la mano.

Entonces todo se tornó nebuloso. Vi una asistenta, una silla de ruedas, una plaza. Escuché una llamada de teléfono y unas lágrimas contenidas en el rellano de las escaleras de unas frías oficinas de trabajo. Vi una tarde y una noche destempladas, una mañana a toda prisa. Escuché el terrible responso de un inquisidor entre el silbido de corrientes de aire. Vi una chimenea.

El torbellino de imágenes cesó y volví a hallarme frente al abismo. Sobre el suelo reposaba una fotografía suya en blanco y negro. Era la que le hice con mi nueva cámara un seis de enero de hacía algunos años. La guardé para llevarla siempre conmigo. Los pensamientos fluían dentro de mi cabeza.

Los abuelos se despiden para que las generaciones de nietos se conviertan en adultos y constituyan el pilar intermedio de la estructura de la familia, aquél que debe cuidar tanto de los de arriba como de los de abajo. Los nuevos nietos llegarán y no comprenderán por qué sus padres lloran cuando alguien querido se marcha. En el momento en que se deban enfrentar por primera vez a esa experiencia, se habrán convertido en adultos. Muy a mi pesar, yo ya lo era. En situaciones así querría dejar de serlo, no recordar, y sólo esperar con ilusión las navidades del año siguiente, las aceitunas, y las conversaciones entre abuelos tratándose de usted aunque se quisieran como hermanos.

El viento continuaba soplando. Sólo se respiraba soledad. Hacía mucho calor, pero en mi interior notaba frío. En mi pecho nada latía, y mi encogido corazón seguía colgando del cuello. Creí ver a Conciencia, pero quien se acercaba era Cerebro. Me dio un abrazo reconfortante.

—No te preocupes, Conciencia dice que prefiere mantenerse al margen. No te has podido despedir de tu abuela, pero ya nada puedes hacer —dijo, a modo de consuelo—. Precisamente porque nunca estamos preparados para el último adiós, nunca lo llegamos a dar, pues siempre nos obligamos a pensar que habrá uno próximo. De nada valen responso o bendición. Si mantienes a tu abuela en la cabeza, le estarás concediendo la vida eterna, y te reencontrarás con ella cuando alguien os tenga a ambos en su memoria. Si nada de esto te consuela, seguro que la podrás seguir viendo a través de tu padre.

Cuánta razón tenía. Mi padre era la extensión de mi abuela. Trabajo, sacrificio y generosidad. Potencialmente, un abuelo ejemplar.

Comenzó a llover con poca intensidad. Miré hacia arriba e imaginé a mi abuela regando sus plantas en una de aquellas nubes, y charlando con el hijo que la había estado esperando durante más de tres lustros. Seguro que estarían felices por volver a encontrarse.

7 comentarios:

  1. Ella sigue viva en el bonsai de Silvia, llevaba muchos días esperando ver brotar alguna florecilla, el miércoles al volver a casa una pequeñita flor blanca nos recibía.

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  2. Es precioso Adrián......No se puede evitar llorar....

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  3. no se puede hacer un homenaje más bonito...

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  4. Mónica (de la triste oficina)4 de mayo de 2010, 15:30

    Ser capaz de describir tus sentimientos de esta forma como lo haces tu... He visto por tus ojos.
    Un beso fuerte

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  5. Ana (desde Canadá)8 de mayo de 2010, 15:49

    Adrián, magnífico... Es duro desnudar los sentimientos a la vista de ojos escondidos...
    Besos

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  6. "...tratándose de usted aunque se quieran como hermanos".

    Magnífico. Algunos incluso, a sabiendas de haber luchado en el bando rival, allá por los años 30.

    Larga vida eterna a todos los abuelos y abuelas. Ayer, mi abuelo A. me reconfortó con un abrazo sin palabras en un sueño. Menos mal. Apareció en el momento justo. Así son los abuelos, incluso una vez se han marchado.

    Un fuerte abrazo al hereje más entrañable de la red.

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  7. Adrián, lo he vuelto a leer y me sigue impresionando, es precioso...

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