sábado, 22 de mayo de 2010

El cargador de Eyjafjällajokull


Entré de nuevo en la cárcel acompañado por Cerebro, con la extraña sensación de haber pasado mucho tiempo fuera. Lo hice a disgusto, pero no tenía otra cosa que hacer. Obedecí por sistema.

Pasé de largo de la celda de Burns. No intercambiamos miradas. Nos habíamos convertido en enemigos no confesos. Ninguno de los dos nos lo habíamos comunicado, pero bastaba la nula convivencia que practicábamos. Si su vestimenta le daba buen porte en el hábitat natural de los hombres de negocios, en aquel lugar se me antojaba estúpido. Me sacaba de quicio a pesar de que, desde su llegada, Burns apenas había causado molestias. Pasaba los días en su celda cerrando acuerdos empresariales con un teléfono de última generación. Mientras conversaba, caminaba en círculos; se trataba del ritual del ejecutivo, cual si fuera la danza de la lluvia, pero en este caso, para atraer emolumentos.

Me senté en la cama. Conciencia aún seguía allí, y Cerebro había desaparecido. Comencé a agitar las piernas impacientemente. Me encontraba tenso. Tenía la sensación de querer hacer muchas cosas, y a la vez ninguna. Me levanté y di paseos cortos. Las paredes lucían tantas manchas que resultaba imposible no solapar las siluetas resultantes. Necesitaba silencio para poner las ideas en orden, pero el empresario no colgaba su maldito teléfono. Cuanto más precisaba aislarme del cloqueo de Burns, más pendiente de él estaba. Por puro nerviosismo comencé a arrancarme pelos de la barba y a rascarme como un perro pulgoso.

De pronto, encontré en el ambiente un mudo remanso. Escuché el ruido de unos pies que se alejaban por el pasillo. Debería ser la hora en que Burns iba al patio de la cárcel para fumarse un cigarrillo. Tuve una idea, y Conciencia lo advirtió en mi rostro.

"Si haces lo que tienes en mente, te arrepentirás", dijo.

Pero lo hice.


Atravesé los barrotes de la celda y me deslicé hasta la de Burns. Había dejado abierta la puerta. Iba a resultar más fácil de lo previsto. Lo que andaba buscando estaba sobre la cama, pero debido a mi incapacidad para tomar decisiones correctas en caliente, en lugar del teléfono, le sustraje el cargador del mismo.

Regresé rápidamente a mis aposentos. Conciencia me observó severamente, pero esquivé su mirada. Di por sentado que allí no podía esconder el artefacto, pues le resultaría sencillo encontrarlo. No era momento para poner a prueba la furia de Burns, así que era preciso buscar otro lugar. Pensé en el sendero hacia el claro del bosque y consideré que aquélla sería una buena opción.

"Lo lamentarás", me advirtió Conciencia, pero en esos momentos era capaz de hacer cualquier cosa con tal de conseguir un minuto de paz. No recapacité sobre la posible guerra ulterior.

El hueco de la pared que conducía al sendero se abrió ante mí. Entré con decisión. Tuve que correr para retornar a tiempo a mi celda y no levantar sospechas. Cuando llegué al claro, extrañamente la hoguera aún seguía viva. Me tomé tres segundos de reflexión para llegar a la conclusión de que las llamas pedían leña, así que arrojé el cargador al centro del fuego. Mientras abandonaba presuroso el lugar, sentí un suave escalofrío perverso recorriendo mi cuerpo.


En cuanto regresó a su aposento, Burns retomó las conversaciones. En mitad de una de ellas, se agotó la batería y dio comienzo la hecatombe.

Sólo le llevó cinco minutos perder la paciencia. Dado que nuestras celdas estaban situadas al mismo lado del pasillo, no pude ver sus aspavientos, pero sí escucharlos a la par que los exabruptos que se le escapaban. Se puso a revolver sus escasas pertenencias y arrojó la cama contra una pared, pero todo fue en vano. Le oí decir que estaba dejando tirados a sus socios y perdiendo oportunidades únicas para cerrar acuerdos económicos millonarios. Además, aquel día tenía que monitorizar la implantación de un nuevo sistema de información en su cliente más destacado. Mientras tanto, yo contenía la risa. Entonces apareció frente a mí, al otro lado de la reja.

Daba la sensación de que envejecía demasiado rápido. Tenía la mirada perdida, y bajo los ojos se distinguían las sombras de las bolsas que la falta de descanso había inflamado. La higiene del pelo brillaba por su ausencia y probablemente hacía días que no se afeitaba. Se relamía cual adicto los labios agrietados. El último botón de la camisa lo tenía desabrochado, y la corbata colgaba aflojada y arrugada. La enajenación se había apoderado de él.

"Perdi mi cargador necesito uno ya o la empresa se va apique!", gritó mientras zarandeaba la reja.

Realmente daba lástima, y en el fondo no era mala persona. No era suspicaz, sino más bien inocente. De hecho, parecía un niño pequeño reclamando un juguete perdido. Era feliz en su mundo de finanzas y reuniones. La diferencia radicaba en que, aunque él sólo se preocupaba por las pérdidas de beneficios, sus juegos perjudicaban al resto de trabajadores. Y, por tanto, en ese momento posiblemente yo estaría jugando con el pan de muchos de ellos.

"Maldita sea...", murmuré al ver la sonrisa de Conciencia.

"¿Ves como la broma no tiene gracia?", dijo.

Tendría que arreglar la situación. Me levanté de la cama y traté de enfriar los ánimos de Burns.

"Voy a ver si encuentro algo por aquí."

Di un golpe suave con el puño a la mancha de humedad bajo la ventana. Bastó para que se volviera a abrir el hueco que comunicaba con la guarida de Latón; él tendría una conexión para cargar baterías.


El robot aún permanecía en la misma posición en que lo dejé. Parecía apagado. Le hablé, pero no respondió. Le di un par de palmadas. No reaccionó. Lo rodeé y busqué algún botón de encendido, pero no lo encontré. Tuve que aplicar los métodos infalibles para hacer funcionar aparatos electrónicos. Le propiné dos patadas. Se quedó igual. Llegué a la conclusión de que la tecnología no me quería; siempre dejaba de funcionar cuando la necesitaba. Ahora era yo quien perdía la paciencia. Me dispuse, resignado, a regresar a la celda, pero entonces escuché su voz detrás de mí.

"Oh, cielos, oh… Cómo me duele la cabeza… ¿Eh? ¿Un hombre aquí, en mi celda? Hacía muchísimo que no veía a nadie en persona."

La primera vez que nos vimos ya se había dirigido hacia mí con las mismas palabras. Me vestí de templanza y fui capaz de hacerle reproducir exactamente el mismo diálogo que tuvimos cuando nos conocimos. Sin lugar a dudas, Latón era un autómata completamente determinista. Cuando llegamos al punto de la conversación donde me preguntaba si lo acompañaría, modifiqué el guión.

"Iré contigo, pero antes necesito que ayudes a un compañero en apuros. ¿Tienes cargador para baterías de teléfonos?"

Proyectó una gran sonrisa y mostró unos ojos completamente abiertos, aunque, como era de esperar, su voz carecía de intensidad.

"Sí, aquí detrás", dijo al tiempo que se giraba y me mostraba un pequeño cable.

"En ese caso, no nos entretengamos más y salgamos de aquí."


Al salir de la caverna nos topamos con la cabeza de Burns metida entre dos barrotes. Tenía cara de no saber muy bien qué estaba sucediendo. Espesas gotas de tenso sudor poblaban su amplia frente.

"El cargador donde esta el cargador?", preguntó. Agitaba la mano que sostenía su teléfono cual si estuviera pidiendo limosna.

Hice que Latón se diera la vuelta y mostré a Burns la parte inferior de su espalda, de donde colgaba el cable. Abrí la puerta de la celda e irrumpió dejando tras de sí el aroma de la ansiedad. Se arrodilló y con pulso tembloroso intentó en vano conectar ambos aparatos. Forzó hasta que rompió el extremo del cable. Se le desencajaron los ojos.

"Malditos cargadores no universales!", exclamó. Cerró los puños, apresó con fuerza el teléfono y el cable roto. La respiración se le aceleró, se sentó en el suelo y finalmente se dejó caer de espaldas. Quedó tendido boca arriba, con gesto angustiado y mirada perdida, la corbata echada a un lado, la camisa por fuera del pantalón y los botones desabrochados. Balbucía cosas ininteligibles ahogadas por cortos intervalos entre inspiración y espiración.

Latón permanecía inmutable. Le daba lo mismo el estado de Burns. Lo observaba como si lo estuviera analizando. Yo me sentía atrapado entre un ejecutivo catatónico y un ordenador insensible. Eran intrusos que habían invadido mi tranquilo espacio personal y pretendían dirigir mi vida.

El rictus de Burns se tensó. De pronto, la cabeza y el cuello comenzaron a hincharse y colorearse de rojo fuego. Los ojos se salían de las órbitas, las venas se le marcaban en la frente. Ya no hablaba ni respiraba, y exhalaba mucho calor. La corbata no pudo soportar la presión del cuello y terminó por ceder con un fuerte latigazo. El cuerpo, en cambio, no había modificado su tamaño y parecía el extremo anudado del globo que tenía por cabeza. Daba la impresión de que iba a explotar en cualquier momento. El volumen aumentaba y llegó al punto en que la celda comenzaba a quedar pequeña para los tres. Pensé en el bosque y la guarida de Latón como posibles salidas de emergencia, pero Burns bloqueaba el acceso a los agujeros que conducían a ambos sitios. Intenté con mis manos desplazarlo un poco, pero su piel ardía. Tiré de Latón y huimos al pasillo de la cárcel. La cabeza ya estaba haciendo presión sobre la reja y sólo una de las dos podría salir victoriosa de aquel encontronazo. No había alternativa, debíamos salir al patio.


Una nube lo dejaba todo en penumbra; en el cielo no se veía ni una pizca de azul. Una legión de mosquitos pululaba por el aire y producía el único sonido que acompañaba al leve temblor del suelo. Era la calma que precedía a lo inevitable.

Durante una décima de segundo, todo se detuvo y quedó en completo silencio. Después, y ante nuestros ojos, las paredes de la cárcel reventaron con una brutal explosión. Una columna de fuego y ceniza salió despedida hacia el cielo desde las entrañas del mundo. Nuestros cuerpos salieron disparados por la onda expansiva y aterrizamos en la orilla del abismo. Tras unos segundos de confusión, me puse boca arriba. Mis oídos sólo eran capaces de escuchar un monótono pitido. Apenas podía abrir los ojos, pues el escozor era insoportable. Latón yacía junto a mí, sepultado por rocas. Me recordó al montón de chatarra del cual lo vi salir por primera vez. Entre la polvareda alcancé a ver una desbandada de palomas escapando de las ruinas.

Comenzó a llover fuego y ceniza. El viento transportaba quejidos; la lava, rostros conocidos. Se formaron corrientes incandescentes que caían desbordadas por el precipicio. Nos ponían cerco y en cualquier momento lo cerrarían. Tenía que sacar a Latón de allí como fuese. Hice acopio de las fuerzas que me quedaban y del instinto de supervivencia que florecía, y poco a poco fui quitando los escombros que impedían que el robot se moviera. Conforme los retiraba, los colocaba a nuestro alrededor con el objeto de construir una pequeña barricada que nos habría de conceder unos minutos de tregua. Una vez completé la tarea, oteé en derredor. Aún se resistía a desaparecer un tímido camino de piedras que conducía al único islote que podría salvarse del desastre. Cargué a Latón sobre mi dolorida espalda y a duras penas conseguí saltar de roca en roca hasta el banco del patio, frío a pesar de su naturaleza metálica, donde me puse a esperar nuestra salvación.

El vapor que emanaba del mar de fuego y el calor sofocante me ahogaban y obnubilaban mi capacidad para pensar. Me recosté sobre el robot. Burns había explotado, y Latón muy probablemente habría sufrido daños irreparables con la caída. Yo había sido el causante de todo. Pocos días atrás, sin embargo, había sido inconcebible considerar una erupción de semejante magnitud. Mi rebeldía, inmadurez, o inconformismo, habían acelerado los acontecimientos. Si al menos hubiera tenido alas como aquellas palomas que se habían librado de la quema...


No sabría especificar cuánto tiempo permanecí con la mirada perdida y sumido en divagaciones hasta que Cerebro se materializó entre el humo. Sus pies no tocaban el suelo.

"¡Ya no hay retroceso posible! Guárdate las despedidas de gente a la que no piensas volver a ver. Aquí no hay más que hacer. Debes caminar con determinación y saltar al abismo. ¡Hazlo antes de que sea demasiado tarde!"

La decisión parecía obvia: Se trataba de saltar o morir abrasado. Pero no iba a resultar tan fácil. Algo eché en falta.

De mi cuello se había desprendido el colgante de mi corazón seco. Un gesto de negación bastó para que la mirada apremiante de Cerebro se fundiera con la lava. No podía escapar de allí sin recuperar el último vestigio de humanización que aún me quedaba. En algún lugar de aquel escenario apocalíptico, algo daba sus últimos latidos de vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si has de decir algo, dilo ahora... o cuando puedas.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...