martes, 27 de marzo de 2012

Cándida juventud


Yo, Cándido, inspector de sanidad, divorciado y con un hijo a cuya madre encarcelaron por tráfico y robo de medicamentos en el hospital donde trabajaba, jamás imaginé la que me iría a caer cuando, por motivos laborales, vine a vivir a este barrio. Aquí me reencontré con mi pasado más traumático, con un viejo conocido. O más bien debería decir enemigo irreconciliable.

Nada más mudarnos, el primer sábado decidí dar una vuelta con mi hijo, Damián, en busca de comercios pequeños. No me convencía el supermercado de la plaza central porque soy más de minoristas, y entre la variedad de tiendas me llamó la atención una carnicería con una pinta estupenda: lechones desollados, crudos, pendían sobre unos cuantos pollos desplumados y degollados, varias longanizas y unas ristras de chorizo en un escaparate que haría persignarse a cualquier católico vegetariano. Comencé a salivar cual león hambriento y entramos. Tras el cristal del mostrador me topé con un muñón, y, unido a éste, el resto del hombre, una aceptable sonrisa comercial.

Su gesto me sonaba. Mentalmente estiré las arrugas, le tupí la cabellera, le enflaquecí la figura y le coloqué un nuevo brazo. Si me saludó, no llegué a escucharlo, pues la sangre me subió de golpe a la cabeza y mis oídos quedaron taponados. Rejuvenecido en mi imaginación, retrocedí al pasado y supe de inmediato a quién tenía delante: ni más ni menos que a Casimiro, el niño que me hizo la vida imposible en el colegio, el matón, el primer y verdadero enemigo del ser humano, la alimaña con quien se descubre el odio más visceral, a quien, mientras uno se acurruca en la cama lamiéndose las heridas, se le desea lo peor... Hasta que un día le sucede algo horrible, y entonces no puedes sino tener aún más miedo ante una hipotética venganza. A pesar del paso del tiempo, sus rasgos lo delataban; sobre todo, aquel morboso muñón que lucía orgulloso al aire.

—Buenos días, ¿desea usted algo?

No sé cuánto permanecí mirando el nudo de carne con que interrumpía la armónica rudeza de su brazo. Desde luego, le hicieron un buen trabajo, pensé, y recordé el momento en que sucedió, unos treinta años atrás. Era víspera de San Juan y Casimiro, cumplidor él, ya me había propinado la ración diaria de insultos, collejas, tollinas, zancadillas y empujones al entrar en clase. Pero yo me sentía tranquilo, aquel día tenía planeada mi venganza. Me las había ingeniado para trucar un petardo en el que había metido una dosis extra de pólvora. Mi intención era arrojárselo a los pies y darle un buen susto. En el recreo, los nervios contenidos, lo saqué del bolsillo del pantalón y me dispuse a encenderlo con una cerilla. Sin embargo, antes de prenderlo, Casimiro me descubrió y me quitó el material de las manos. Lo encendió él y, tan pronto como se avivó la mecha, le explotó con unos resultados truculentos. Recuerdo de forma nebulosa un corrillo de niños y profesores al borde de la histeria, y a Casimiro tirado en el centro, inconsciente, sobre un charco de sangre, su brazo convertido en pulpa, una masa informe de trozos de carne. Yo me quedé allí callado, sin confesar mi parte de culpa en el incidente, seguro de que nadie sospecharía del bueno de Cándido. Él no volvió al colegio, tampoco volvimos a vernos. Hasta entonces.

—Es de nacimiento, pero no la... —le oí decir en mitad del intenso bombeo de sangre que había en mi cabeza. Cuando aparté la vista del muñón, ya me miraba con ojos de sospecha que, poco a poco, fueron demudando a ojos airados—. Tú... Tú...

—Casimiro, qué alegría me da verte —balbuceé, hipócrita de mí. Lo que yo anhelaba era poner pies en polvorosa. Su mano sostenía un conejo por las patas, como cuando, con sus dos brazos, me sumergía la cabeza en los váteres del colegio.

—Qué hijo de puta... —Evidentemente, ya no me veía como a un cliente más. Sus labios apretados decían eres hombre muerto, gilipollas. Tras unos segundos, dejó caer el conejo sobre una tabla. Sin embargo, tan rápido como su cara hubo reflejado la furia contenida de muchos años, en cuanto reparó en Damián recuperó la sonrisa fingida, salió del mostrador y me regaló medio abrazo—. ¡Qué hijo de puta estás hecho, blanquito! ¿A qué se debe esta visita? —me preguntó con sospechosa cordialidad. No desaprovechó la ocasión para darme un par de collejas y llamarme por mi antiguo mote.

—Acabo de venirme a vivir al barrio con el crío.

—¿El crío? ¡Anda, pero si tienes un hijo! Cómo pasa el tiempo, ¿no? Lo que son las cosas... Sí... Y dime, ¿cómo se llama? ¿A qué colegio irá?

—Se llama Damián y espero que consiga plaza en los Salesianos.

—Seguro que sí. ¡Con suerte conocerás a mi sobrino, chaval! —le dijo con un tono que nada tenía que ver con su mirada. Tiempo después sabría que ya entonces estaba maquinando su venganza en una nueva generación, sembrar la semilla del odio de mi hijo para con su sobrino.

—En fin, que eso, que me alegra verte —repetí azaroso cuando me disponía a quitarme de en medio, mis piernas convertidas en unas castañuelas—. Ya pasaré por aquí para ver qué género despachas.

Antes de salir nos cruzamos con una anciana. Se llamaba Tecla y se convertiría, de forma involuntaria, en mi cómplice, pues varios meses después caería enferma por, según ella, una intoxicación de chuletas de cerdo compradas allí mismo. Yo, en calidad de inspector de sanidad, aprovecharía la coyuntura que se me ofrecía para arruinarle el negocio a Casimiro. Pero ya explicaré esto en su momento, si vivo para contarlo.

—¡A ver cuándo quedamos para recordar los viejos tiempos, blanquito! —gritó a mi espalda. Aquello no fue una propuesta, sino un envite, pues jamás nos veríamos las caras fuera de allí, salvo en encuentros fortuitos. Eso sí, bien que nos joderíamos las vidas y las de nuestros respectivos sobrino e hijo. Me estremecí, tiré de Damián y efectué una huída de tapadillo.

—Me llamo Cándido... —mascullé.

—Papá, ¿quién es el manco ese? —preguntó mi hijo cuando pasábamos junto a un quiosco.

—¡Es Casimiro el codillo, criatura! —coreó una voz tras la pila de revistas y periódicos. Callé unos segundos y medité sobre lo que avendría a partir de entonces.

—A la próxima no le mires el muñón, que eso es de mala educación —le reñí.

2 comentarios:

  1. Jajaja
    Qué casualidades tiene la vida. ¿O causalidades? Ya no se sabe...

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    Respuestas
    1. Existe muy poco libre albedrío en la vida. El señor Cándido lo descubriría más adelante, en episodios posteriores.
      Si quieres saber más sobre ese tal Casimiro el Codillo, te recomiendo que leas La última cena y Poca diestra, los dos antecedentes de este texto.

      ¡Un abrazo!

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