miércoles, 21 de diciembre de 2011

Tommy querido


El sonido del abrecartas rasgando el sobre cortó el silencio del despacho. Los dos hijos del difunto y sus respectivas madres prestaron atención. Tommy era quizás quien se encontraba más nervioso de los cuatro. Y resentido. Al fin y al cabo, había tenido que llegar a conocer a su verdadero padre en la esquela que le mostró su madre días antes.

—Tommy, querido —le había dicho su madre mientras desayunaban en la mesa de la cocina. A pesar de tener veinticinco años, ella aún se refería a su hijo con ese ridículo diminutivo—, mira esto.

Le extendió el periódico, abierto por el obituario y señalando una de las esquelas. Él la leyó en voz alta:

—«Don Leocadio Muniesa Rebollo. Falleció a la edad de sesenta y siete años. Hombre generoso y atento para con sus familiares, amigos y conocidos. Tu esposa e hijo no te olvidan». —Tommy se encogió de hombros—. Vale, mamá, ¿y quién se supone que es ese Leocadio?

A su madre se le había contristado el gesto. «Seguro que es uno de esos viejos amigos suyos y tendremos que ir al velatorio», se lamentó Tommy. «Otra vez a peinarme con la raya al lado...»

—Ese Leocadio era tu padre.

La respuesta llegó en el instante en que una galleta rebelde se resistió a descender por la garganta de Tommy al tiempo que la leche volvía a ascender en torrente. La mesa del desayuno quedó alegremente salteada.

—¿Qué? —preguntó entre golpes de tos—. Pero, mamá, ¿no me habías dicho que mi padre había muerto en la guerra, antes de yo nacer?

—Sí, mi Tommy querido… Te mentí en su momento para protegerte.

Fue un duro golpe. Recibir por segunda vez la noticia de la muerte de su padre no resultó fácil de digerir, y aquella vez parecía ir en serio. La madre aprovechó la situación para explicarle de forma breve las circunstancias en que conoció a Leocadio, si bien tampoco había demasiado que contar: Ella fue su secretaria durante un tiempo, él le concedió todos los caprichos, y el día en que le confesó que estaba embarazada, Leocadio se comprometió a pasarle una pensión todos los meses con tal de no abrir la boca. Por mucho que fuese su madre, Tommy la miraba y no comprendía cómo una mujer así, tan falta de gracia femenina, había conquistado el corazón de su padre.

De forma inesperada, habían citado a Tommy y su madre en una notaría para proceder a la lectura del testamento del fallecido. En la puerta de la calle se encontraron con otra mujer mayor y un muchacho que aparentaba la misma edad que él. Siguieron el mismo camino hacia el despacho del notario y entonces Tommy empezó a atar cabos. «Estos dos tienen que ser mi madrastra y mi hermanastro», dedujo. Miró de reojo a su madre y a la otra mujer y percibió la tensión. Los cuatro se acomodaron frente a un hombre con aspecto de reverendo con corbata sentado en un sillón enorme tras una mesa señorial. El aposento se encontraba atestado de archivos empolvados y olía a perro mojado.

Mientras el notario, displicente, tanteaba con sus dedos humedecidos las hojas del documento, Tommy echó un rápido vistazo a la viuda y el muchacho, y tuvo la desagradable sensación de que las dos mujeres se habían intercambiado los hijos. «Me parezco más a esta gorda que a mi madre, y este parece más hijo de mi madre que yo mismo...». Después, al ver el escaso atractivo de la viuda, obviando los deterioros provocados por la edad, llegó a la conclusión de que su padre, Leocadio, había sido un hombre de gustos mujeriegos un tanto dudosos. Volvió a mirar a su hermanastro, desgarbado, rubio y escuálido, todo lo contrario que él, y sintió que aquel momento sería la primera y última vez que lo llegaría a ver. «Esta es la típica historia en que la secretaria y el hijo secreto se llevan el botín», pensó, «y la viuda y el hijo legítimo se quedan con un palmo de narices, ¡ja! ¡Si supieras cuánto te detesto, hermano! El piso del centro y el de la playa serán para mí». Ya ni siquiera pensaba en la parte de beneficio que pudiera llevarse su madre. «Que le den, por pelandusca y por ocultarme la existencia de mi padre».

El notario estaba prolongando el momento de forma excesiva, se le veía bastante cómodo en su rol. Tommy comenzaba a ponerse impaciente, y tanto su madre como los otros dos parecían experimentar la misma inquietud. Al fin, el hombre carraspeó y alzó la vista.

—¿Señora Manríquez? —preguntó.

La viuda miró con desconcierto a la madre de Tommy. Esta, a su vez, le devolvió el gesto.

—¿Ninguna de ustedes dos es la señora Dorotea Manríquez? —volvió a preguntar.

No hubo respuesta. «Ya verás tú... Al carajo mis pretensiones», se lamentó Tommy al tiempo que desviaba la atención a una mosca errante.

—Eh... Ruego acepten mis disculpas —continuó el notario, con su tono ceremonial—. El difunto expresó sus deseos de que acudieran, a la lectura del testamento, la viuda y su hijo legítimo, su antigua secretaria y el hijo de esta... —Hizo una pausa y volvió a carraspear. Tommy creyó atisbar un conato de risa—: Y una tercera mujer con sus pequeños trillizos. Me ha sido imposible ponerme en contacto con ella. ¿Alguno de ustedes conoce a la señora Dorotea Manríquez? Aquí, en el testamento, figura como única heredera.

3 comentarios:

  1. Este texto relata los mismos hechos que Aves de rapiña, pero desde otro punto de vista y con otro narrador, en este caso, cuasi omnisciente.

    ResponderEliminar
  2. Buscaba otra cosa y he encontrado Historias a Destiempo de casualidad, me alegro x q me ha enganchado Tommy querido desde el principio, luego aves de rapiña, seguire leyendo...
    Saludos. Mar.

    ResponderEliminar
  3. Mar, me alegro de tu visita, y más aún de que decidas quedarte por aquí. ¡Bienvenida!

    ResponderEliminar

Si has de decir algo, dilo ahora... o cuando puedas.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...