jueves, 17 de noviembre de 2011

Clementine


Clementine vivía en la buhardilla de un edificio antiguo de seis plantas situado en el centro histórico de la ciudad. Era un lugar reducido de apenas diez metros cuadrados, equipado con lo esencial: Cama, ropero, mesa, silla, frigorífico, fregadero, fogón y una pequeña despensa, todo ello ubicado en un mismo espacio; aparte, separado por un arco con cortinilla, el aseo con un plato de ducha. Las paredes estaban forradas, desde el suelo hasta el bajo techo de vigas de madera, con fotografías de toda la gente a la que amaba y conocía. En el suelo, a los pies de la cama, descansaban unos cuantos libros apilados junto a un quemador de incienso. Cuando Clementine no estaba presente, la pareja de gatos que, un día de lluvia, había recogido de la calle cuidaban de la buhardilla.

Era feliz así, no necesitaba más. Al menos, nada más material, pues, en realidad, el sueldo que tenía le permitía un mayor nivel de vida. Sin embargo, Clementine había decidido vivir de aquella manera. Para ella, lo único importante eran las personas; y las que más, las que sonreían desde las fotografías de las paredes. Si se le preguntase a cada una de ellas por un rasgo de Clementine, todas coincidirían diciendo el mismo. Y es que Clementine, siempre que podía, e incluso cuando no, jamás dudaba en ayudar al prójimo. No era religiosa, pero poseía un código moral basado en el enriquecimiento personal a partir del ajeno. De pequeña, su madre siempre le reprochó su empeño por compartir el desayuno con sus compañeros de colegio y que después volviese hambrienta a casa.

Regalaba su tiempo libre a los demás. Los domingos por la mañana madrugaba y preparaba alegremente una ración de bocadillos. Después salía a la calle y los repartía entre los pobres que el domingo anterior se habían quedado sin ellos. Cuando llegaba la tarde acudía ilusionada a ver a su amiga Antònia. Vivía sola en la planta baja de su edificio. Era una mujer octogenaria, viuda y sin hijos; no tenía a nadie. A Clementine le gustaba pasar el rato con aquella mujer, tomar el té con pastas y charlar con añoranza acerca de los tiempos pasados y de su difunto marido.

Tenía una mirada grande y despierta, atenta a cuanto sucedía a su alrededor. Su abrazo era cálido, pleno, te cubría a pesar de tener unos brazos pequeños, como ella. En aquellas muestras de afecto se intuía una capacidad innata: Sanaba el espíritu mediante la imposición de manos. Si bien siempre había alguien que intentaba sacar más tajada, Clementine no se veía afectada por ellos. No dudaba en acudir y prestar su oído a quien lo necesitase, o a dar consejo a quien lo pidiese.

Pero ofrecer toda su energía a cambio de nada tenía un precio. A menudo se sentía agotada y necesitaba descansar, aislarse del mundo y refugiarse en los libros que tanto apreciaba. Muchos decían que era una inconsciente, que sería pobre toda su vida y que no podría ir a ninguna parte sin ahorros. Clementine no lo veía así; sencillamente, sentía que no necesitaba nada más que el amor de las personas con quienes compartía cuanto tenía.

Por todo esto, quizás llegue a comprender el motivo por el cual, cuando estuvimos saliendo juntos, Clementine jamás pudo focalizar al completo su amor en mí.


3 comentarios:

  1. En este texto, el tercero del curso de narrativa, había que mostrar un rasgo de personalidad sin nombrarlo. Los demás compañeros de clase tenían que adivinarlo. Solo algunos pudieron, lo cual quiere decir que no lo he reflejado suficientemente bien.
    ¿Podéis averiguarlo vosotros? ¿Qué os transmite Clementine?

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