jueves, 24 de marzo de 2011

El pan de cada día


Aquel día se moría de ganas de que su madre le pusiera en la palma de la mano el dinero, bajar a la calle e ir a comprar el pertinente pan del almuerzo. Punzadas le hendían el estómago con tan sólo rememorar el momento en que alcanzaría a olfatear el aroma que, desde la esquina, advertía de la presencia de la panadería. Aparecería por la puerta y recibiría el afectuoso saludo de la dependienta, quien siempre le obsequiaba con un delicioso pastel que apenas le duraba dos mordiscos. Durante el corto trecho que debería desandar abrazaría el pan y notaría en su pecho el calor inconfundible de una pieza recién horneada. No podría resistir la tentación de contravenir el discurso de su madre y resquebrajar entre sus dedos el pico de pan que siempre asomaba por el borde de la bolsa; lo separaría del resto de la barra, se lo llevaría a la boca y experimentaría la sensación de una corteza crujiente y una miga tierna mezclándose con su saliva. Ya en casa, aparecería ufano en la cocina y recibiría la reprimenda de su madre, ajena al postre que ya se habría agenciado. Era el crimen perfecto, lograba salvaguardar un pecado mayor anteponiendo otro de menor envergadura.

Sin embargo, asuntos nocturnos habían provocado que aquella vez llegara con el tiempo demasiado apurado a la oficina, sin tener la oportunidad de comprar de camino el pan que le evocara su infancia, y no le quedaba más remedio que recurrir a la despensa comunitaria, donde le esperaban varias rebanadas de pan de molde endurecidas y unos exiguos biscotes correosos. Para él, un almuerzo de adulto consistía en mirar una soporífera fiambrera y compartir el silencio de los rostros desabridos del resto de la tripulación del barco, temerosos de ser los siguientes en servir de comida para los tiburones. En la calle no había esquinas de olor familiar, trabajaba en un polígono industrial de las afueras de la ciudad al que tardaba de media una hora en llegar.

Añoraba aquellas niñerías que por entonces consideraba delitos importantes. Una veintena de calendarios habían dejado caer inexorables sus hojas, y ahora la única travesura a la que se entregaba era olfatear cada noche los callejones de la ciudad en pos de escotes femeninos con aroma a pan; de ser así, caía rendido a sus pies. Si por él fuera, no haría más que olerlas y acariciarlas, pero aquellas mujeres siempre lo miraban con ojos displicentes, se debían a su oficio, y no tenía más remedio que desvestirlas para comprobar amargamente que se encontraban más crujientes que tiernas y conservaban mucha corteza pero poca miga: estaban pasadas de tiempo en el horno. No había postre. Se limitaban a cobrar lo convenido y a ofrecer su mercancía al siguiente cliente.

Miró el contenido de su fiambrera y el biscote que sostenía en la mano. Alzó la vista y contempló los rostros de cera de sus compañeros. Hastiado del pan de cada día, arrojó el biscote contra la cara de su jefe, se puso en pie y decidió abandonar su trabajo para montar una panadería.

2 comentarios:

  1. Montar una panadería está muy bien, porque no hay nada mejor que el pan :D

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  2. es muicurioso en estos años que bibimos hay munchas personas quese parecen a heste niño pero no tambaliente que no dicen loque quieren

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