lunes, 8 de noviembre de 2010

Santificados sean los domingos


Era domingo por la mañana. El dormitorio se encontraba iluminado por la débil penumbra que atravesaba las cortinas de la ventana. Sobre la cama, las sábanas y el edredón se arrebujaban con dos siluetas desnudas fundidas en un abrazo. Lo único que se escuchaba eran dos respiraciones acompasadas. Todo se había consumado, la ceremonia había terminado.

Uno de los cuerpos, el más delgado, se deshizo del otro con suavidad, le dio la espalda y se sentó al borde de la cama. Se recogió el pelo en un moño y se acarició el vello de la barba mientras contemplaba el alborotado suelo del dormitorio. Los hábitos que habían vestido durante la noche anterior ahora se dispersaban por todas partes. Husmeó el ambiente, aún se notaba algo cargado por la fumata posterior a la ceremonia. Escrutó con la mirada la superficie de la mesilla de noche, donde un cáliz esperaba a ser acabado, y tomó un cigarrillo de María también a medio terminar. Volvió a encenderlo y dio la primera calada.

Se consideraba un buen practicante, los domingos para él eran sagrados. Siempre acudía al mismo lugar, su dormitorio, bastante antes del amanecer, acompañado por creyentes. Su habitación era el templo de la religión que profesaba, era la ermita del sexo, la sacristía de los condones, el confesionario de las más oscuras tentaciones, donde se expiaba la necesidad de placer y se consagraba la desnudez.

Cuando apenas quedaban tres caladas para apurar el cigarrillo, se lo apropió la mano izquierda de su compañero, ya despierto, al tiempo que la otra, desde atrás, buscaba cobijo en su entrepierna. Comenzó a juguetear con su pene y pronto las ganas de fumar se vieron sustituidas por el deseo de ser poseído por unas manos grandes y masculinas. Contaba con multitud de discípulos a quienes apenas recordaba, pero que sobrepasaban el centenar. Había probado las ceremonias en grupo, pero prefería dar de comer su cuerpo a un único hombre. Se recostó, extendió los brazos en forma de cruz y se dejó adorar, besar, pellizcar. Mientras se iba cubriendo de arañazos, el leve escozor le producía a su vez el dulce sentimiento de la redención. Aquello era auténtica pasión.


En el otro extremo de la ciudad, un anciano octogenario se disponía a salir a la calle. Como es habitual en los hombres de avanzada edad, él también era un buen madrugador. Sin embargo, al contrario que ocurre con los demás, él no recibía la ayuda de Dios, pues precisamente se consideraba la encarnación de Dios sobre la Tierra.

Miles de sus hijos habían acudido a la ciudad para verlo, pero en ese numeroso rebaño faltaban muchos que habían escogido el camino equivocado, y él estaba allí para reconducirlos. Tenía fe en su mensaje, estaba seguro de que llegaría a sus destinatarios.


"¿No queda más María?", preguntó el discípulo, interrumpiendo sus oraciones.

"Qué va, si nos la fumamos toda anoche", respondió el joven delgado, con la voz jadeante. "Pero ahí tienes un resto de vino."

"Oye, ¿no venía hoy el Papa a Barcelona? ¿Para qué?"

"Ni idea, seguramente para decir cuatro estupideces, no se cansa de dar siempre el mismo discurso. Pero no metas al Papa en esto, que estabas muy guapo con otros asuntos entre manos..."

4 comentarios:

  1. Genial, no podías haber descrito la visita del papa de mejor manera. Enhorabuena!

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  2. ¡Gracias! Así es como la ha vivido la mayoría, con indiferencia.

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  3. ¡Fabuloso! Aunque la visita del papa ha servido de algo ¡eh! para que se conozca la Sagrada Familia por dentro, jaja ¡ preciosa! por cierto.
    Lo dicho, muy bien escrito.

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