martes, 20 de diciembre de 2011

Aves de rapiña


El sonido del abrecartas rasgando el sobre cortó el silencio del despacho. Los dos hijos del difunto y sus respectivas madres estiraron el cuello cual si fueran una bandada de buitres al acecho de carroña. Parecía como si aquel sobre contuviera los mismísimos restos del fallecido y los pajarracos estuvieran dispuestos a darse picotazos entre ellos con tal de llevarse el mejor pedazo. El notario parecía disfrutar del momento. Sabía quiénes eran los presentes y quiénes los ausentes, aunque no dijo nada. En su lugar, extrajo el documento y comenzó a contar las hojas con evidente fruición, relamiéndose los finos, casi inexistentes, labios. Estaba acostumbrado a aquellos ceremoniales, había nacido para ello, e incluso sus gestos habían alcanzado cierto grado de solemnidad con el transcurso de los años. Era un tipo estirado que, en lugar de ojos, tenía dos puñaladas. Su nariz aguileña se encorvaba en pos de alcanzar la boca, una suerte de hucha que hedía a dinero y a la sangre que extraía a sus pobres víctimas, como la mayoría de sus compañeros de profesión. Aquel lustroso despacho que, con dudosas artes, había conseguido agenciarse tiempo atrás se había convertido en el escenario de continuas representaciones teatrales. Los familiares de los difuntos se disfrazaban de alimañas y él, el notario, se erigía como el repartidor de los restos. Allí se descubría el lado más usurero de la condición humana, se olvidaban los plañidos del velatorio y el muerto tan solo significaba ganancia. Más de una vez, el notario había presenciado, y disfrutado por dentro, el despecho de las viudas que recibían con sorpresa quedar mal paradas tras la lectura del testamento. «Serás desagradecido, fulano», decía más de una, clamando al aire, «qué callado te tenías el favoritismo hacia esa arpía de hermana que tienes». La arpía, evidentemente, se encontraba presente y procuraba disimular una sonrisa. ¡Cuánto disfrutaba el notario con su profesión!

En aquella ocasión, la función prometía diversión. Los actores eran ni más ni menos que sus dos hijos y sus dos madres. El difunto se las había ingeniado en vida para que las familias no se conocieran entre ellas. Había sido el prototipo de hombre mujeriego, esclavo del trabajo y de su secretaria; más concretamente, de los caprichos de esta. Un día, veinticinco años atrás, a la joven se le había antojado un hijo y el hombre no pudo sino concedérselo. Eso sí, el mismo día también se lo concedió a su esposa, pues él, ante todo, había sido un caballero como Dios manda, ecuánime, salomónico. Desde luego, se fue tranquilo a la tumba. Había alimentado a dos mujeres y dos hijos, y si no hubiera sido por aquel pinzamiento en el pulmón, a saber a cuántas más habría podido dar sustento. «Ya se conocerán», le había dicho hacía años a sus amigos en el bar, «nunca he sido bueno con esto de las presentaciones, ¡ja, ja!». Y tanto que llegaron a conocerse. En la puerta del notario.

La antigua secretaria, a pesar de sobrepasar la cuarentena, aún conservaba leves retazos de su juventud. Se la veía alta, delgada, rubia natural y con el cutis resistente a la edad, si bien poseía formas poco femeninas, pues carecía de caderas, pechos y nalgas sobresalientes. En definitiva, resultaba un cirio de metro ochenta. No se comprende cómo el difunto pudo llegar a encapricharse de ella. Por otro lado, la viuda era la antítesis de la secretaria. Baja, entrada en carnes, con el pelo teñido de negro y una permanente que pretendía disimular la escasez de cabello, y la piel arrugada. Era un garbanzo en remojo, aunque sus formas hacían vislumbrar el brillo que otrora tuvo su voluptuosa silueta. No se le podía pedir más a una mujer que daba histéricos tumbos por su sexta década de vida.

Irónicamente, por veleidades del destino, las mujeres parecían haberse intercambiado los hijos. El de la antigua secretaria tenía todos los rasgos de la viuda, mientras que el de la viuda, todos los de la secretaria. Rondaban el cuarto de siglo y lo primero que habían recibido en herencia del padre era la incipiente calvicie.

Las miradas que se lanzaban las dos madres refulgían en el espacio que se interponía entre ellas. Minutos antes, en la puerta del edificio se habían dado un cordial saludo, lo normal entre gente educada. En el ascensor, cuando una pulsó el botón de la cuarta planta, la otra dejó escapar una sonrisa hipócrita, gesto común entre vecinos. En cuanto se vieron caminando en la misma dirección y esperando ante la puerta del notario, las frentes se tornaron grises, una reacción previsible entre competidores. Y ya dentro, sentadas en sendas sillas, aún no se habían presentado pero sabían de qué iba la película. Se detestaban, lo normal entre dos candidatos a un único puesto de trabajo. No obstante, sin saberlo, ambas compartían opinión: «Menudo zorro ha sido... ¡Y qué cara de pendón tiene esta!».

Los hijos pasaban un poco de las madres. A decir verdad, incluso les hacía gracia la situación. Se veían ganadores, con las llaves del piso del centro y de la casa de veraneo donde consumar sus banales conquistas. Ni siquiera imaginaban a sus progenitoras siendo partícipes de la ganancia.

El notario carraspeó para hacerse notar. Las cuatro aves de rapiña dejaron sus elucubraciones para más tarde. Se retorcían las zarpas con nerviosismo.

—¿Señora Manríquez? —preguntó conforme alzaba la vista del testamento.

La viuda miró con desconcierto a la secretaria. Esta, a su vez, le devolvió el gesto.

—¿Ninguna de ustedes dos es la señora Dorotea Manríquez? —volvió a preguntar, sabedor de que allí no se encontraba una mujer que se llamara así. Su ayudanta se lo había comunicado con anterioridad.

No hubo respuesta. Los hijos desviaron la mirada a una mosca errante que ya captaba el olor.

—Eh... Ruego acepten mis disculpas —continuó el notario. En ningún momento perdía su tono solemne—. El difunto expresó sus deseos de que acudieran, a la lectura del testamento, la viuda y su hijo legítimo, su antigua secretaria y el hijo de esta... —Hizo una pausa y volvió a carraspear para simular su risa—: Y una tercera mujer con sus pequeños trillizos. Nos ha sido imposible contactar con ella. ¿Alguno de ustedes conoce a la señora Dorotea Manríquez? Aquí, en el testamento, figura como única heredera.

3 comentarios:

  1. Me ha enganchado el texto desde la primera frase. Me gusta mucho tu capacidad descriptiva. Muy bien ambientadas las aves de rapiña. Si me permites una crítica constructiva el giro final me parece demasiado brusco.

    Un abrazo,

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  2. Esperanza, gracias por la crítica. Algo parecido me comentó la profesora, de modo que, antes de publicar aquí el texto, lo revisé y dejé unas pinceladas que, quizás, de primeras, pasen desapercibidas:

    El notario parecía disfrutar del momento. Sabía quiénes eran los presentes y quiénes los ausentes, aunque no dijo nada. En su lugar, extrajo el documento [...]

    En aquella ocasión, la función prometía diversión [...]

    Volvió a preguntar, sabedor de que allí no se encontraba una mujer que se llamara así.

    Pero, dado que toda crítica constructiva se hace con el fin de seguir construyendo, me he permitido la licencia de volver a revisar el texto y he dejado un nuevo detalle para desatascar algo más el desenlace.

    ¡Abrazos!

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  3. Adrián, tienes razón en que alguna de las pinceladas me habían pasado desapercibidas. En cualquier caso queda mejor con la nueva redacción, conduce al final de forma más suave sin menoscabar la sorpresa.

    Un abrazo,

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