domingo, 5 de junio de 2011

Campos de cultivo


El niño recorrió en pañales las calles del barrio musulmán, un arrabal de la metrópoli, salió de él y continuó decididamente hasta una vía de escape en la frontera, era demasiado joven para entender de normas. En ningún momento había aflojado la presión inconsciente con que aferraba el maletín, como si contuviera el último botín de su civilización.

Prosiguió con su incierto itinerario a través de un embaldosado gris, a cuyos lados se extendían brunas planicies sin más decorado que interminables surcos de tierra removida, y cuando ya no pudo dar un paso más se sentó en la linde del camino y volvió a abrir el maletín con curiosidad gatuna. Sus dedos rollizos exploraron más detenidamente y descubrieron un doble fondo donde se ocultaba un pequeño sobre con la inscripción "anti alopecia". Dentro del mismo reposaban unas cuantas píldoras diminutas, imaginó que eran semillas y se puso a jugar a los granjeros, las enterró en el suelo, siguiendo los surcos del terreno arado pero aún por cultivar, cual si fuesen la simiente de un vegetal, y cuando hubo terminado con ellas cayó dormido allí mismo, exhausto.

Lo primero que vio al despertar fueron unos ralos brotes de césped ennegrecido, como todo el paisaje, en la tierra donde había estado jugando el día anterior. Unos segundos después el césped había crecido en pingües montículos que se habían ido alzando y desplazaban la tierra labrada alrededor de sus faldas.

Lo siguiente fue un par de ojos inquisitivos bajo uno de los montículos de césped, el cabello. La arena se fue apartando lentamente y en cuestión de minutos quedó al descubierto una colección de cabezas humanas cuyos rictus dibujaban el tedio de sumisos maniquíes encerrados en un escaparate, conscientes del transcurrir de las estaciones solo por el cambio de vestimenta. Cada cual se encontraba acompañada por otra cabeza a su izquierda, y otra a su derecha, y otra más delante, y otra detrás, así hasta completar la siembra. Allá donde mirase, el niño solo veía cabezas que continuaban su ascenso renuente a un cielo desolado, cual girasoles, y daban paso a los tallos, lampiños torsos desnudos, los pies clavados al suelo.

Una vez que el ascenso de los cuerpos hubo cesado, la explanada se había convertido en una disposición perfecta de cipreses antropomorfos, inertes. Eran cuerpos henchidos de corporativa rectitud en cuyas manos derechas sostenían pistolas de pequeño calibre y, en las izquierdas, maletines de la más refinada peletería. Ninguno pestañeaba, ni siquiera respiraban. Pero, en el momento en que una leve brisa comenzaba a escabullirse entre los espacios silenciosos de aquel escaparate, las manos que sostenían las pistolas se alzaron lentamente hasta que los cañones llegaron al nivel de las sienes. Se apuntaban a sí mismos.

Y entonces apretaron los gatillos.

Los cuerpos explotaron como globos de helio en una exacerbada orgía de sangre, y la impoluta tonalidad gris del paisaje quedó deslustrada por la viveza del rojo. Bajo lo que antes habían sido trajes de ejecutivo ahora se mostraban afligidos bebés recién nacidos, todos abrazados a sus respectivos maletines de piel. Unos escrupulosos aspersores iniciaron el trabajo de limpieza.

El niño, tras haber asistido impasible al espectáculo, se acercó a uno de los bebés y tomó entre sus manos el maletín para comprobar que era exactamente igual al suyo.

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