lunes, 2 de mayo de 2011

Yo maté a Bin Laden


Cuando recibió el aviso de que marchaba a cumplir una importante misión para su país y, faltaría más, el resto del planeta, se mostró algo suspicaz. Se había casado hacía dos años y varios meses después había sido padre de dos hermosas mellizas.

—Me voy a la guerra.

Y se marchó sin añadir más, el rictus contristado, el rifle firme sobre el hombro, la pistola marcando el compás militar de su cadera. Y tres inmóviles siluetas soldadas con aflicción lo miraron desde la puerta por la que acababa de escapar un pedazo de sus vidas cuyo retorno se antojaba dolorosamente incierto, al menos para la figura que sostenía en brazos a las otras dos, pequeñas criaturas que no comprendían del todo lo que estaba aconteciendo, tan solo que su padre salía de casa.

En ningún momento pudo imaginar que aquella misiva de su gobierno desembocaría en la mayor historia que podría contar a sus futuros nietos, pues allí, en un oscuro rincón de Abbottabad, se hallaba una rata acorralada de cincuenta y cuatro años de edad. Su cuerpo desvaído apenas oponía resistencia. Parecía como si no quisiese escapar.

—No puede ser tan fácil —pensó.

Entonces, durante los segundos que precedieron a la orgiástica ráfaga de tiros, comenzó a temer que aquella escurridiza alimaña fuera incorpórea y capaz de traspasar las paredes o adoptar los poderes del basilisco y petrificar con la mirada a todos sus enemigos. Diez años buscándolo todo un servicio de inteligencia, y allí estaba, él frente a él, una presencia que transmitía más miedo por las historias que se contaron de ella que por su vigorosidad. Diez años buscándolo todo un servicio de inteligencia, sí, y él era el elegido para matar a él. O para capturarlo con —lo que le quedaba de— vida.

Pero la misión no la llevaba solo, y desde atrás, quizás porque estuvieran compartiendo los mismos pensamientos, se produjo un disparo que olía a miedo.

Y otro.

Y varias decenas más, cuando ya no existía miedo sino saña.

No dispararon con los rifles, sino con la supuración que provoca el veneno inoculado por la pasión desbocada de que están embriagados aquellos que se visten con las supersticiones de toda una masa gregaria a la que llaman sociedad.

La rata ni se movió, un reguero de sangre carente de humanidad manando de su cuerpo. Dio un paso al frente. Se aproximó para palpar el pecho en busca de los latidos de un expirado corazón entre un amasijo de jirones de tela manchados de sangre seca. Líquida, sí, pero seca.

Se hizo el silencio, nadie pronunció palabra alguna. El discurso estaba preparado —y reservado para los que no se manchan las manos de sangre— desde hacía casi una década. Y aunque nadie sabía quién había dirigido el tiro de gracia, una docena de soldados deseaban volver a sus casas con la misma historia —exornada al gusto de cada cual— que contar a sus mujeres, hijos y nietos, el orgullo de cobrarse la venganza clamada por la patria, el verdadero sueño americano. Aquel marine volvería a su casa, donde aún estarían las tres siluetas esperando en la puerta como girasoles, y les diría, sin añadir nada más:

—Yo maté a Bin Laden.

Y entonces comenzaría los preparativos para protegerse ante una posible represalia terrorista.

1 comentario:

  1. Una historia escrita años antes de que se publicara una muerte anunciada que cambio la vida del autor.

    http://lasendadelcambio.info/yo-mate-a-bin-laden/

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