viernes, 6 de mayo de 2011

Algo que había olvidado


Llegaba tarde a un compromiso y de soslayo se percató del local que acaba de dejar atrás, en el que hasta entonces nunca había reparado. Precisamente hoy, que tenía tanta prisa. El letrero rezaba "Besos a la carta". Extraña palabra aquella, besos. Sonaba a algo cálido y dulce como un vaso de leche templado antes de dormir una noche de invierno, delicado como un susurro en un templo sagrado, plácido como una siesta sobre una balsa flotante en un vasto océano de sosiego. Por eso entró, porque tuvo el presentimiento de que a buen seguro tendrían los mejores besos del mundo, con virutas de chocolate, fideos de colores y remolinos de caramelo. Y como aún no había desayunado, entró en aquel misterioso comercio.

El local no era más que un diáfano cubo de caras lisas, con una de ellas abierta, profanada, a modo de puerta. Un mostrador en su mitad rompía la armonía. Qué decepción se llevó cuando, tras el mostrador, sólo vio a una joven. Tras ella, la pared del fondo. Y tras la pared, nada. A decir verdad, no es que fuera una chica de mal ver —de hecho, para ser francos, se podría decir que era de lo mejor del género—, pero a ella no se le podía hincar el diente, y la sola idea de recibir un glaseado beso de chocolate había causado grandes expectativas a sus papilas gustativas.

La chica le sonrió.

—Te estaba esperando.

Eso sí que no se lo había visto venir. No pudo sino componer una estúpida sonrisa de cortesía, la misma que se le dedica a alguien a quien no volverás a ver cuando se le dice hola y adiós en un viaje de ascensor.

—Perdona, pero... ¿No es aquí donde sirven besos de chocolate?

—¡Por supuesto! —respondió la chica, con una sonrisa aún más grande, tanto que casi se le salían las comisuras de los labios por encima de las orejas—. Y de caramelo, y con virutas de colores.

Menuda alegría se llevó, exactamente los que había pensado comprar. No disponía de mucho tiempo, llegaba apurado a su compromiso, de modo que pidió uno de cada tipo.

La chica bordeó el mostrador. No se explicaba dónde demonios estarían esos condenados besos, pero los necesitaba ya, aun teniendo la lengua pastosa por no haber bebido siquiera un poco de agua antes de salir de casa. El gesto de la joven había mudado, vio en sus ojos una mirada capaz de atravesar las cabezas de sus clientes, pero él sintió la punzada más abajo, en el pecho. Se le acercó mucho, demasiado. Alzó una mano hasta la cara de él y comenzó a acariciarlo en silencio, lentamente, como esparciendo un hilo de miel, con una delicadeza digna de las manos de la mejor pastelera.

Cerró los ojos.

Y de pronto, el sabor a chocolate, intenso como una taza del más puro cacao, ya estaba en su boca.

Recordó ese sabor, otrora común en su dieta diaria, y ese tacto, y ese calor. El transcurrir del tiempo le hubo secado el recuerdo de los viajes que realizaba cuando cerraba los ojos y entregaba toda la sensibilidad de su cuerpo a sus labios y se mezclaban con otros. Tanto, que hubo olvidado aquella palabra. Beso. No es que no los hubiera probado durante largos años, pero nada comparable a aquello. El chocolate se expandía por todo su cuerpo y, conforme pasaban los segundos —minutos—, adquiría un sabor aún más intenso, capaz de cortar la respiración. Pero la sabia madre Naturaleza nos ha concedido más de un orificio por el que respirar, para poder prolongar un beso hasta el infinito, hasta que caigan los imperios de la carne y todo se desintegre, y sólo queden dos pequeños vórtices, invisibles, unidos eternamente.

El beso de chocolate no había llegado a su fin, aún quedaban los de caramelo y con virutas de colores, y el hambre le palpitaba en el pecho. El mundo podría esperar, dondequiera que estuviese.

2 comentarios:

  1. WOO! Los vellos de punta me has puesto! Puff! A mi el trancurrir del tiempo tambien me ha secado el recuerdo de mis viajes y aventuras...

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  2. <<..Con virutas de colores..>>
    Gran narrativa, sureño amigo. ;)

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