miércoles, 24 de diciembre de 2008

Cuento de Navidad


Hace tiempo que dejó de gustarme la Navidad, aunque supongo que el desencanto afecta a más gente además de a mí, y por ello no supone una carga que me convierta un poco más en hereje.

Esta fría época del año queda retratada por una tarjeta de felicitación con dos caras: en la delantera aparece un bebé envuelto entre sábanas, despierto y sonriente, rodeado por unos padres felices, un buey y una mula. Se alojan en una pequeña grieta abierta en una roca inhóspita, pero la pobreza que rezuma la escena queda completamente eclipsada por la alegría del advenimiento de la criatura y por una procesión presidida por tres personajes nobles, vestidos con ricas prendas, que se dirigen al lugar. En la cara trasera de la tarjeta de felicitación aparece el mismo bebé, ya dormido y refugiado entre el calor de las dos bestias, y los padres, algo retirados. La hoguera, que antes proporcionaba un poco de calor, está ahora a punto de esfumarse, pero su luz es suficiente para captar la congoja en el rostro de los padres: la miseria ha vuelto a sus corazones.

La Navidad es hipócrita. Se hacen gastos excesivos y se procura sonreír mientras se recuerda la pobreza del tercer mundo, se finge que se olvida la crisis y se sigue odiando al vecino, pero deseándole una feliz Navidad con sus seres queridos, aunque lleven muertos hace años. No lo voy a negar, en estas fiestas yo también soy una tuerca más de la maquinaria y, por tanto, cuanto más hable de esto, más hipócrita seré. Que no, que no lo voy a negar.

Pero anoche, mientras intentaba echarle el lazo a Morfeo, hubo una persona que me lo lanzó antes a mí. A través de la ventana entró un espectro de aspecto andrajoso.

—Así que tú eres el hereje. Qué bien nos lo vamos a pasar.

—¿Quién eres? —pregunté, acostumbrado cada vez más a realizar esta pregunta.

—Soy el Espíritu de la Navidad y vengo a demostrarte que no todo es como lo ves. La bondad y la felicidad aún existen, sin impurezas como el dinero o la hipocresía. No te comportes como un huraño y sígueme.

Sin tener en cuenta si tenía o no el cuerpo adherido a la cama, tiró de mi brazo con fuerza y me sacó por la ventana, envueltos en una espiral de estrellas y luces de colores. Después de varios tirabuzones y no menos arcadas, aterrizamos en un terreno baldío que jamás antes había pisado. Un haz de luz surcaba el cielo hacia el oeste.

Estábamos en Tierra Santa. Estábamos en Belén.

—Amigo, voy a hacerte ver que, gracias al nacimiento de un ser divino hace más de dos mil años, la Navidad colma de buenos sentimientos, dadivosidad y felicidad las almas de los hombres —dijo el espíritu, mientras me obligaba a caminar con celeridad hacia una casa aislada situada junto a una cuadra.

Comencé a prepararme para contener la respiración, esperando el olor que podría salir de allí, pero para mi sorpresa mis fosas nasales fueron penetradas por un intenso olor a Cacharel.

—¿Qué es este olor? —pregunté, extrañado. El espíritu pareció dudar.

—No sé, la última vez que traje a un huraño a Belén el olor era más acogedor... No nos pueden ver ni oír, así que nos aproximaremos tanto como queramos. Vas a tener el privilegio de presenciar un momento único en la Historia y te cambiará la vida. Un matrimonio pobre ha traído al mundo a una criatura que será alabada por un pueblo sin recursos, pero que, sin embargo, ofrecerá a la familia todo cuanto tiene. Y con un poco de suerte, llegarán también tres sabios de Oriente para hacerle entrega del oro, el incienso y la mirra, símbolos representativos de la vida que tendrá el niño Jesús.

Cuando apenas nos encontrábamos a una decena de metros de la escena, vi cómo al Espíritu de la Navidad se le cambiaba el semblante y, si hubiera tenido ojos, se le habrían salido de sus cuencas vacías.

Sí, allí había un niño, una madre y un padre, e incluso dos animales, pero estos no eran el buey y la mula: habían sido sustituidos por dos perros Yorkshire Terrier. En el centro de la escena, el pequeño bebé estaba tendido sobre un centro de juegos y montones de peluches alrededor; por el gesto de pánico de su cara, se habría dicho que sentía un poco de ansiedad. La madre estaba sentada en una butaca de diseño sueco y hablaba por un teléfono móvil, agradeciendo una vez tras otra las felicitaciones que recibía. El padre se peleaba con un mando a distancia, intentando sintonizar los nuevos canales de TDT en un televisor plano de alta definición y cuarenta y dos pulgadas.

—¿Pero qué coño es esto? —clamó el Espíritu de la Navidad, que no salía de su asombro. Sinceramente, yo también me sentía anonadado, aunque ya de por sí había sido desconcertante el viaje a través del espacio-tiempo.

No nos habíamos recreado lo suficiente con la situación cuando un autobús paró frente a la cuadra. Comenzaron a bajarse montones de personas emocionadas, portando enormes bolsas de las mejores marcas actuales con una mano y cámaras digitales encendidas con la otra, y pronto formaron un muro alrededor del nacimiento que lo hacía inexpugnable.

—Hereje, creo que hemos cogido un vórtice espacio-temporal equivocado. —El espíritu se notaba afectado por la confusión del momento—. Volvamos a tu celda y tomemos otro camino desde allí.

—De eso nada, monada —dijo una voz rota a nuestras espaldas. Al volvernos vimos a cuatro hombres barbudos, tres de ellos con capas y corona, y el otro con una enorme barriga y ropas rojas que parecía ser el líder de todos, pues él había sido quien había hablado. Por sus sospechosas vestimentas, se habría dicho que eran expertos en robar bancos. Y por habernos hablado, también parecía que eran capaces de vernos. El líder retomó la palabra—. Venimos por lo de los regalos de Navidad. Chicos, a ver la cartera de este, ¡no quiero que le dejéis ni un solo céntimo!

Y, efectivamente, los otros tres me sujetaron y me dejaron seco.

—¡Eh, bastardos, esta es mi ensoñación, no tenéis derecho a perturbarla! —El espíritu había montado en cólera y estaba dispuesto a cobrarse a base de puñetazos lo que me habían robado de los bolsillos.

El hombre de rojo volvió a hablar al espíritu, mientras los otros tres obedecían sumisos las órdenes de él y continuaban reteniéndome con fuerza:

—Un respeto, vejestorio, que somos leyendas vivas en las almas de los niños. Con el dinero de tu amigo nos vamos a comprar la guitarra del videojuego este de música que está tan de moda entre la chiquillería.

El Espíritu de la Navidad comenzó a retorcerse y a exclamar con fuerza:

—¡Oh, cielo santo! ¿Qué ha sido de mi historia? ¿Para qué he quedado?

Ocurrió en una décima de segundo. El obeso materializó en su mano un pequeño tarro de cristal, pronunció unas palabras en un idioma desconocido para mí, y al punto el espíritu estaba dentro del recipiente y bloqueado por un tapón.

—¡Al fin te tengo! El espíritu de la Navidad, a mi bolsillo. ¡Adiós, muchacho, y felices fiestas! ¡Jou, jou, jou!

Un trineo con cristales tintados apareció del vacío. El líder entró en la cabina mientras los otros tres se colocaban en la delantera para tirar del vehículo. Salieron volando y me dejaron allí, en el suelo de un frío pueblo de un pasado lejano, sin nada. Pensaba, mientras buscaba en vano la caridad entre esa muchedumbre enfervorecida por la aparición de su nuevo ídolo, que jamás podría haber imaginado la naturaleza violenta del verdadero espíritu de la Navidad.

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