Hace tiempo que dejó de gustarme la Navidad, aunque supongo que el desencanto afecta a más gente además de a mí, y por ello no supone una carga que me convierta un poco más en hereje.
Esta fría época del año queda retratada por una tarjeta de felicitación con dos caras: en la delantera aparece un bebé envuelto entre sábanas, despierto y sonriente, rodeado por unos padres felices, un buey y una mula. Se alojan en una pequeña grieta abierta en una roca inhóspita, pero la pobreza que rezuma la escena queda completamente eclipsada por la alegría del advenimiento de la criatura y por una procesión presidida por tres personajes nobles, vestidos con ricas prendas, que se dirigen al lugar. En la cara trasera de la tarjeta de felicitación aparece el mismo bebé, ya dormido y refugiado entre el calor de las dos bestias, y los padres, algo retirados. La hoguera, que antes proporcionaba un poco de calor, está ahora a punto de esfumarse, pero su luz es suficiente para captar la congoja en el rostro de los padres: la miseria ha vuelto a sus corazones.